De banderas y patrias

La semana pasada, el CIS publicó una encuesta según la cual un 16,3% de los españoles estaría dispuesto a defender el país ante una agresión externa. Algunos medios lamentaron la falta de identidad nacional y no pocos columnistas mostraron su preocupación por el bajo porcentaje de ciudadanos con un sentimiento patriótico tan exaltado como para defender al país. A mí, más bien, me parece un avance, una muestra de que estamos en el siglo XXI y, afortunadamente, poco a poco, empezamos a parecernos (nos falta mucho) a una sociedad moderna del siglo XXI. Si acaso, ese porcentaje me parece incluso elevado. Sirva este preámbulo para insistir en la idea de que aquello de las banderas, las patrias y los sentimientos nacionales, desde el respeto a quienes las lleven a flor de piel, me parece algo anacrónico, infantil, de otra época, sin sentido. Creo en las personas, no en las naciones. Pienso que debemos defender los derechos y las libertades de los ciudadanos, no de los territorios. ¿Qué es España exactamente si no los españoles? ¿Qué es Cataluña? ¿Para qué sirven las fronteras? 

Cualquier bandera, cualquier patria, cualquier tipo de nacionalismo me provoca rechazo, o por lo menos escepticismo y gran indiferencia. No sé muy bien qué aportan esta clase de sentimientos en pleno siglo XXI. Pero lo cierto es que ahí están. No entiendo ese amor a las banderas, a las naciones, esas ansias de independencia en un caso y ese fanatismo en la defensa de las esencias del españolismo en otros. Quiero pensar, aunque no sé si es una creencia demasiado optimista, que la mayoría de los ciudadanos de España no están representados por los más rancios nacionalistas españoles, que haberlos haylos, de igual modo que la mayor parte de los catalanes no se sienten identificados con los adalides del soberanismo. 

Hace dos días, es un hecho, cientos de miles de personas salieron a la calle para reclamar una consulta sobre la independencia de Cataluña. Nadie puede negar, si no quiere faltar a la verdad, que la convocatoria de los partidarios del soberanismo fue un inmenso éxito. La imagen de una V de votar o de victoria formada en las calles de Barcelona, entre la Diagonal y la Gran Vía es imponente y muestra que una parte muy importante de los ciudadanos catalanes quiere votar el próximo 9 de noviembre en el referéndum convocado por la Generalitat, a pesar de que el gobierno autonómico no tiene competencias para celebrar consultas y de que, presumiblemente, el Tribunal Constitucional echará abajo esa cita con las urnas. Los manifestantes reclamaron al presidente catalán que saque las urnas a la calle diga lo que diga la Justicia. Mas se debate entre seguir con su huida hacia adelante o convocar elecciones anticipadas cuando caiga en la cuenta de que no puede celebrar la consulta sin incumplir la ley. 

Me preocupa el punto al que ha llegado el proceso independentista catalán. Me preocupa porque creo que estamos mejor juntos y porque pienso que Cataluña y el resto de España perderían con la secesión de aquella región. Nunca hasta ahora se había llegado tan lejos y por eso me inquieta ver que cada día que pasa se aleja más una solución dialogada. De la celebración de la Diada me interesa sobre todo la apabullante presencia de ciudadanos en las calles para exigir votar sobre el futuro de Cataluña. Cuando hay tan inmensa parte de la población defendiendo una causa, sea legítima o no, cumpla la ley o no, parte de una manipulación torticera de la Historia o no, es muy complicado nadar contracorriente y, de la noche a la mañana, decirle a toda esa gente que aquello por lo que se han manifestado no ocurrirá. Al margen de la evidente irresponsabilidad de Artur Mas, esto no es un proceso en el que un político maneja como títeres a millones de ciudadanos. No. Aquí hay muchos catalanes, no sé si mayoría o no, pero es evidente que son muchos, que sienten tener el derecho a expresar su opinión sobre si Cataluña debe ser un Estado propio o no. Y estas personas seguirán pensando lo mismo más allá de que el presidente catalán recule o no. Por tanto, un hipotético pacto entre Mas y el gobierno central no calmaría en absoluto las ansias independentistas de tantos ciudadanos, muchos de ellos jóvenes. Lo ocurrido estos últimos años en Cataluña siembra las raíces de un descontento duradero y de una encrucijada de muy difícil arreglo. 

Hablaba al comienzo del artículo de esos sentimientos nacionales tan entusiastas, de ese amor por las banderas y las patrias. Cada día me dicen menos esos trozos de tela, lleven el color que lleven, representen lo que representen. Cada día me parece más fútil ese amor al país, ese llenarse la boca hablando más de la nación que de las personas que la componen. Cada día me inspira menos confianza quien tapa sus vergüenzas con las banderas nacionales o quien agita instintos bajos (no otra cosa es el nacionalismo). Del gobierno de Artur Mas, por ejemplo, me preocupa mucho más el cierre de habitaciones de hospitales públicos y sus recortes sociales que ese repentino instinto soberanista que ha abrazado CiU. ¿Abrirá esas habitaciones cuando Cataluña sea independiente? ¿Los parados catalanes dejarán de serlo cuando vivan en un Estado propio? ¿Las desigualdades sociales que han crecido con la crisis, en Cataluña y en todas partes, desaparecerán el día después de la independencia catalana? Es conveniente recelar de quien habla más de grandes conceptos (nación, patria y esas pamplinas) que de los ciudadanos y sus derechos. 

El nacionalismo, cualquier nacionalismo, se basa en una concepción provinciana del mundo. Por lo general, los nacionalistas comparten el mismo patrón. Por ejemplo, un clásico es la manipulación de la Historia. En la Diada dicen celebrar la derrota de Cataluña frente a España en una presunta guerra entre dos naciones que en realidad fue una guerra de sucesión entre dos aspirantes al trono, del mismo modo que decimos celebrar el 12 de octubre el Día de la Hispanidad, conmemorando la jornada en la que Cristóbal Colón llegó a América y comenzó la ruina y la explotación para quienes habitaban esas tierras. También es común buscar un enemigo malvado. Para el independentismo catalán, la causa de todos los males es España. No sé si esa misma España que permite a la Generalitat pagar las nóminas con el dinero del Fondo de Liquidez Autonómica, o esa misma España que tanto hizo por los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Después se trata de remarcar la diferencia con los demás, porque los nacionalistas, cualquier nacionalista, parecen no comprender que haber nacido en un sitio u otro es un mero accidente. ¿Por qué disparatada y alocada razón va a sentirse alguien más importante que otro sólo por haber nacido en un lugar? 

No entiendo los fervores patrióticos. Cada día los comprendo menos. Cada día se me indigestan más los numeritos de banderas y naciones. Pero es un hecho que ahí están. Cabría esperar de las enseñanzas de la historia que el nacionalismo excluyente (¿acaso existe uno que no lo sea?) debería ser algo del pasado, algo de lo que todos hubiéramos escarmentado, pero no es así. En un mundo como el actual, no sólo no han desaparecido los movimientos nacionalistas, sino que han crecido. Ahí está, por ejemplo, el referéndum por la independencia de Escocia que se celebrará la próxima semana tras tres siglos de convivencia. El caso escocés, por aquello de las manipulaciones históricas del nacionalismo, es diferente al catalán porque Escocia sí era un país independiente que en el siglo XVIII decidió formar parte del Reino Unido y ahora decide elegir si quiere seguir en Gran Bretaña o no. 

Este artículo no es un ataque al proceso independentista catalán ni mucho menos a las cientos de miles de personas que salieron a la calle el otro día para reivindicar la consulta. Es sólo la expresión de un sentimiento de asombro e incomprensión por esta edad dorada que parece vivir el nacionalismo, el amor a los países, esos sentimientos rancios, cortos de miras y de otra época. Allá cada cual. Respeto a quienes defiendan los derechos de los territorios, aunque creo que esto es algo que no existe porque quienes tienen derechos son los ciudadanos. Respeto, no sin cierta fascinación incluso por ver su disposición a comulgar con estas ideologías, a los que adoran banderas y naciones, aunque a mí no me digan nada, aunque me resulta tan anacrónica la manifestación del otro día en Barcelona como los desfiles militares del 12 de octubre en Madrid. Decía la encuesta del CIS que citaba al comienzo del artículo que un 47,1% de los ciudadanos no daría su vida por nada que no fuera su familia. Pues eso. Personas, no naciones. Gente a la que amamos, no banderas o patrias. Ciudadanos, no países. Esto es la vida. O esto debería ser, al menos. 

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