Conclusiones del referéndum escocés


El pasado jueves, los escoceses decidieron con su voto seguir formando parte del Reino Unido. Los partidarios del no a la independencia consiguieron la victoria en una consulta muy reñida hasta el final aunque la distancia real fue finalmente mayor de lo que auguraban las últimas encuestas, que incluso llegaron a situar por delante a los defensores de la sececión. Escocia, pues, seguirá dentro de Gran Bretaña, como en los tres últimos siglos de su historia. Por muchas razones, el referéndum centró la atención de toda Europa. Podría haberse dado la primera desmembración de un Estado de la UE desde que se creó, con las implicaciones que esto podría tener sobre otras regiones con defensores de la independencia en distintos países europeos como ocurre en Cataluña. Los nacionalistas catalanes siguieron la consulta escocesa con gran atención y fueron muchos los catalanes que se desplazaron a aquel país para seguir la consulta. El triunfo del no puede interpretarse, lógicamente, como un varapalo para los independentistas. Ahí está la dimisión del líder escocés Alex Salmond. Pero pienso que la celebración del referéndum deja importantes lecciones que todos, soberanistas y "unionistas" deberían tener en cuenta.

Probablemente, comparar la situación de Escocia con la de Cataluña sea tan desacertado como inevitable. Pocas similitudes hay entre los dos territorios, su historia o las competencias de ambos dentro de su país. Escocia fue durante siglos un Estado independiente que en el siglo XVIII decidió integrarse en el Reino Unido. Cataluña, sin embargo, no cuenta con ese pasado independiente, aunque la perversión de la historia y el afán por retorcer la realidad por parte de algunos políticos catalanes pretendan hacer ver lo contrario. Mucho se ha escrito sobre las diferencias entre Escocia y Cataluña, cierto. Y, en efecto, hay muchas más que similitudes. Ahora bien, otra diferencia clave es que allí fue el Estado el que decidió convocar un referéndum libre y democrático, mientras que aquí eso es algo imposible de plantear.

Cuesta no ver la consulta escocesa como un ejemplo de democracia. No es sencillo encontrar argumentos en contra del proceso ni hallar borrones serios en el mismo. Decir esto, en un momento como el actual, puede parecer algo así como apoyar las tesis independentistas. Bien es sabida mi opinión sobre cualquier clase de nacionalismo, una ideología rancia e infantiloide que no suele traer nada bueno y que suele entenderse como un modo de remarcar permanentemente lo que te hace diferente (o sea, mejor) al otro, obviando que el lugar donde nacemos es puro azar. Defensas del independentismo y de los movimientos que agitan instintos patrióticos de identidad nacional para tapar otros defectos, pues, las justas. Pero dicho esto, no puedo encontrar argumentos para criticar el referéndum escocés. Lejos de eso, pienso que sólo puede alabarse por su celebración en sí y por cómo ha transcurrido el proceso. Unos y otros han hecho política con mayúsculas y el Reino Unido ha dado una lección de democracia.

Nada más conocerse el triunfo del no, David Cameron, primer ministro británico, compareció ante los medios para celebrar lo que los escoceses habían decidido con su voto. Cameron se la jugó al convocar el referéndum. Lo hizo en un momento en el que los partidarios de la independencia eran, según las encuestas, muy minoritarios frente a los soberanistas. Sin embargo, una muy buena campaña del sí logró entusiasmar a una parte creciente de la población escocesa y el no fue ganando terreno. Fue entonces cuando arreciaron las críticas contra Cameron por haber convocado la consulta y también cuando el gobierno británico decidió ofrecer más autonomía a Escocia para retenerla en el Reino Unido.

El discurso de Cameron fue impecable y tiene pasajes memorables. Dejando a un lado que, como es evidente, el primer ministro sacó pecho por la victoria del sí, su actitud fue la de un demócrata. Dijo que podría haberse negado a convocar el referéndum, pero que a las problemas se les debe plantar cara y no esconderse ante ellos. Afirmó que le rompería el corazón que Escocia dejara de formar parte del Reino Unido, pero que en democracia son los ciudadanos los que deben tomar las decisiones que afectan a su vida diaria. Acto seguido, Cameron felicitió a los partidarios del sí a la independencia por el fair play de su campaña y anunció que ya está en marcha un proyecto para dar más autonomía a Escocia, pero no sólo, también a Inglaterra y Gales. El sistema de Estado del Reino Unido, pues, cambiará a raíz de la consulta, un logro en la cuenta de Salmond. El discurso de Cameron, como digo, fue ejemplar. Imposible ponerle pegas e imposible también no buscar las diferencias entre su actitud y la parálisis del gobierno presidido por Rajoy.

El proceso escocés ha sido admirable. Los independentistas han fracasado en su pretensión máxima y por eso su líder, Alex Salmond, dimitió justo el día que se conoció el resultado. Cualquier observador de la política española no salía el viernes de su asombro. Un referéndum independentista caracterizado por la moderación y el respeto. Un primer ministro que defiende consultarle a los ciudadanos sobre su futuro, aún a riesgo de que las urnas dinamiten el status quo del país. Un responsable político que dimite al no lograr sus objetivos, en lugar de aferrarse al poder y buscar excusas baratas o vender victorias parciales... Lo nunca visto en España. ¿Qué más rarezas podrían venir de Escocia? ¿Cuántas apabullantes diferencias más quedarían patentes entre nuestro concepto de democracia y el del Reino Unido? 

Por todas esas razonas, el referéndum escocés fue ejemplar. Las diferencias, en efecto, son abismales. Artur Mas está a años luz de la capacidad oratoria y la talla política de Salmond. Rajoy no podría ser más diferente a Cameron en su forma de afrontar las aspiraciones soberanistas de un territorio. La sociedad española no es la británica, como tampoco la catalana resiste la comparación con la escocesa. Vean el modo ejemplar en el que se ha desarrollado el proceso hasta el final. La confrontación de aquí frente a los debates públicos de allí. La falta de argumentos y el griterío que caracterizan el proceso catalán frente a la impecable campaña escocesa. Sin dramatismos, con espíritu auténticamente democrático, tras la consulta empieza un tiempo nuevo para el Reino Unido y para Escocia en el que la democracia ha salido claramente fortalecida. La incomprensión y el desprecio, por ambos lados, que tanto abundan aquí frente al escrupuloso respeto al adversario de allí. 

Otro punto en común entre el proceso escocés y el catalán es el creciente y mayoritario apoyo de la población joven a las tesis independentistas. Con el triunfo del sí en la consulta, Gran Bretaña ha ganado legitimidad para que Escocia siga formando parte de la unión durante décadas. Es indudable que las pulsiones soberanistas podrán volver a brotar en el futuro, pero durante mucho tiempo estas se estrellarán contra un muro de votos: la victoria del sí en el referéndum, una barrera de contención pulcra, democrática e irrebatible. Nada que ver con lo que sucederá en Cataluña con el descontento de tantos jóvenes defensores de la independencia cuando, previsiblemente, Mas se vea obligado a desconvocar la consulta del nueve de noviembre porque el Constitucional prohibirá su celebración. Todo el mundo da por descontado que esto ocurrirá así y entonces CiU convocará elecciones anticipadas, donde ERC llevará todas las de ganas. Y vuelta a empezar. 

No sé cuál puede ser la salida a este proceso. Sí creo que, a diferencia de Esocia, la barrera de contención contra las aspiraciones independentistas de muchos ciudadanos, jóvenes incluidos, será aquí mucho más endeble. Por supuesto que nadie puede saltarse la ley como pretende el gobierno catalán. Claro que nadie está por encima de la constitución. En una democracia que se precie de serlo, el cumplimiento de la ley es una condición indispensable. Eso es innegable, manipulen lo que manipulen los políticos independentistas. Ahora bien, en Cataluña hay un problema político de colosales magnitudes. La política con mayúsculas y el diálogo son necesarios, urgentes incluso. No sé si se debe cambiar la constitución. 

No sé cómo se podrá salir de este laberinto, insisto. Pero creo que las posturas inamovibles, a un lado y otro, nos conducen al precipicio. Unos seguirán defendiendo que se escuche la opinión de los catalanes sobre su futuro político y otros sostendrán que la soberanía reside en la totalidad del Estado español y que los ciudadanos de una comunidad autónoma no pueden decidir sobre las fronteras de todo el Estado. Yo creo que esto último es cierto, del mismo modo que pienso que no se pueden poner barreras al campo y, aunque queramos engañarnos, si el sentimiento independentista sigue creciendo en Cataluña, no valdrá con repetir machaconamente el mismo discurso. Aunque esté en lo cierto. Se necesita política, eso que han exhibido, unos y otros, en el Reino Unido. Madurez democrática y audacia política, términos que no hallamos en el proceso catalán por más que rebuscamos. 

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