Azafatas en la frontera

Desconozco hasta dónde se puede seguir degradando el debate sobre el drama de la inmigración (que es un drama para las personas que emigran, fundamentalmente, no lo olvidemos). Ayer, Juan Joé Imbroda, presidente de Melilla, hizo su frívola aportación al tema. "Si la Guardia Civil no puede usar material antidisturbios en la frontera, entonces sólo falta poner azafatas en la frontera con comités de recibimiento, porque no pueden hacer nada". Al menos tuvo la delicadeza de avisar antes de soltar tamaña estupidez que iba a ser "muy extremo" en su símil. Esta intervención de Imbroda es la última declaración fuera de lugar de un responsable político sobre el drama de la inmigración. Al menos, de momento. O al menos, de las que uno ha escuchado, porque la mediocridad de nuestra clase política obra maravillas y hay que seguirla de cerca para que no se escape ni una sola de sus perlas. Las palabras de Imbroda, intolerables, sirven para mostrar la irresponsabilidad, el cinismo y la bajeza moral en la que se mueven las interpretaciones de los gobernantes sobre esta cuestión. Todo ello, recordemos, tras la muerte de al menos 15 personas que intentaban llegar a nado a España y recibieron disparos de pelotas de goma por parte de la Guardia Civil. 

Lo peor del discurso de Imbroda es la sospecha de que pueda hacerlo incluso con fines electoralistas. Es decir, resulta temible que esta clase de intervenciones públicas no sólo respondan a la bajeza del personaje que las pronuncia y a su falta de humanidad, sino que busquen incluso la complicidad del electorado. ¿Da votos un discurso en el que se frivoliza hasta el extremo un drama por el que pierden la vida decenas de personas? ¿Anima a los votantes aproximarse al racismo? ¿Estamos en un punto en el que gran parte de la sociedad no sólo no se escandaliza sino que incluso ve aceptable que se disparen pelotas de goma y se emplee material antidisturbio contra seres humanos que están en el agua? Es temible. En Europa estamos viendo cómo el discurso racista, el del odio al diferente, está cuajando en partidos extremistas. Deberían nuestros gobernantes extremar la cautela y no agitar ciertos instintos bajos. 

Todo lo que ha sucedido a la trágica muerte de al menos 15 personas que intentaban llegar a nado a España ha sido bochornoso. Un debate político de bajos vuelos en el que el gobierno se niega a investigar lo ocurrido y en el que, lejos de aceptar que ha podido haber errores, se reafirma en su actuación. Es más, quieren cambiar la ley de extranjería para poder regularizar las expulsiones "en caliente". Esas que, supuestamente, hicieron aunque la ley actual no se lo permite. Expulsar a un inmigrante directamente de vuelta a su país sin darle asistencia y ofrecerle el derecho al asilo. Desde que tengo uso de razón los debates sobre cambios en la ley de extranjería han estado llenos de demagogia y han bordeado fronteras peligrosas. Veremos si esta vez es diferente. 

Ayer en el Senado, el PSOE volvió a sobreactuar más que un actor malo, que es a lo que se dedica durante sus estancias en la oposición. Pero centrar el debate sobre esta tragedia humana en la batalla partidista de siempre es un grave error. Lo importante es que parece que nuestras autoridades dudan sobre qué anteponer en casos extremos, si el respeto a la vida y a los Derechos Humanos de los inmigrantes o la protección de nuestras fronteras. Lo trascendental de este asunto es esclarecer lo ocurrido en la muerte de esas personas. El debate de fondo no es si este partido dice aquello o lo otro, sino buscar soluciones integrales al drama de la inmigración. 

Las intervenciones políticas de estos días denotan una falta de comprensión sobre la complejidad del fenómeno de la inmigración y sobre sus claves de fondo. Sobre lo que explica los movimientos migratorios: lisa y llanamente la miseria de la que huyen esas personas, la desesperación que les lleva a jugarse la vida (y en muchos casos, a perderla) a nado o a bordo de embarcaciones precarias para llegar a Europa, esa tierra prometida de oportunidades en las que buscar una vida mejor. La desesperación que les lleva a caer en manos de mafias ilegales que trafican con ellos. La desesperación ante la que Occidente, empezando por nosotros, mira hacia otro lado. La indiferencia del mundo desarrollado ante el drama de los países pobres no puede traer nada distinto a esos movimientos migratorios. ¿O es que después de tantos siglos de historia no hemos aprendido que los seres humanos se mueven por el mundo en busca de una vida mejor? ¿O es que no hemos entendido que los muros podrán ser cada vez más altos o con más cuchillas, pero que es la miseria la que empuja a estas pobres personas a emigrar hacia los países más ricos? 

Parece que no hemos entendido nada. Podemos seguir interpretando este problema como un problema para nosotros, como hacen las autoridades del Ministerio del Interior, elaborando y filtrando informes en los que presentan esta situación poco menos que como un riesgo al país, una amenaza de invasión extranjera. Pero este problema es, sobre todo, un drama para esas personas sin nombre de las que a las autoridades sólo parece preocuparles si han muerto en aguas de Marruecos o de España. Es un drama para ellos, no para nuestra seguridad. Es un problema humano, no de fronteras. Desear que la cordura y la humanidad finalmente se impongan en este debate tal vez sea mucho pedir. 

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