La civilización del espectáculo

Lo que anteriormente se llamaba cultura está desapareciendo, presa de la banalización y la apuesta por el entretenimiento por encima de todo. Se pierde la diferencia entre valor y precio, las lecturas profundas que ayudan a entender el mundo desaparecen ante la expansión de las lecturas ligeras y la publicidad reina en nuestra civilización. Es el diagnóstico de nuestro tiempo que hace el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo. Es un ensayo de hondura y profundidad, bien argumentado en cada punto. En aquellos donde es imposible no dar la razón al autor y también en los que cuesta no discrepar. 

En algunos pasajes, el escritor peruano muestra una actitud excesivamente pesimista. Su tesis es que, en el pasado, la cultura era coto privado de una élite, no por razones de nacimiento o por poder político y económico, que era la que determinaba lo que era valioso y no. Ahora, la cultura se va evaporando. Llega a toda la población, pero lo hace llena de frivolidad. El bien supremo de nuestro tiempo, afirma Varga Llosa, es la diversión. Y la cultura también entretiene, pero pierde su gran valor si se supedita todo al entretenimiento. Compartiendo muchos de los argumentos que llevan al autor a sacar esta conclusión, pienso que no se puede afirmar de forma tan catastrofista que la cultura está desapareciendo o ha desaparecido ya incluso. Sus obras demuestran que no es así. 

Sobre su defensa de las élites que salvaguardaban la cultura, es difícil no comprender su planteamiento, porque está impecablemente argumentado, pero también cuesta compartirlo. Antes la cultura era algo de una minoría y esta civilización del espectáculo impone la cultura de masas y hace desaparecer la auténtica cultura (como la llamada alta literatura), dice el autor. Es evidente que existen obras de baja calidad, pero no comparto que su generalización sea tan negativa y tampoco creo que se pueda generalizar que su extensión impida la creación de obras literarias de gran nivel. Si estas siempre estuvieron reservadas a una minoría (por sus capacidades intelectuales, su esfuerzo y su empeñó en aprender más y en formarse, no por su poder económico o político) y sólo así puede ser, como defiende Vargas Llosa, por qué va a ser tan devastador para esas obras la generalización de otras mucho más ligeras y frívolas para el gran público. Si fue y será siempre cuestión de minorías, por qué el tipo de literatura que impere en la mayoría va a extinguirlas. Por qué no pensar que esas obras que exigen menos al lector no puedan llegar a ser, incluso, un primer paso para pasar a saborear, hecho poco a poco el paladar, obras de mayor nivel y complejidad. 

Varios de los planteamientos que plasma Vargas Llosa en este ensayo son irrebatibles, al menos así lo creo. Por ejemplo, cuando defiende que el fútbol ejerce en la sociedad actual el papel que en la antigua Roma estaba reservado al circo. También acierta al denunciar las engañifas que merodean por el arte contemporáneo, haciendo pasar por arte casi ya cualquier cosa y diluyendo cualquier criterio válido para poder negar que un retrete, por ejemplo, sea una obra de arte. De igual modo, su apartado titulado "Prohibido prohibir", en el que habla sobre la educación y muestra su poca simpatía hacia Mayo del 68, deja algunas reflexiones coherentes y sensatas, como su crítica al desprestigio de cualquier autoridad, también la del profesor en las aulas, que impera en nuestra sociedad. O cuando censura, con toda razón, esa sensación general de considerar aberrante suspender a alumnos por su mal rendimiento o hacerles repetir curso. De eso sabemos algo en España. Un planteamiento estúpido (cómo va a repetir el chaval, que pase curso con tres suspensos) que degrada el sistema educativo. 

El ensayo, dividido en varias partes, está completado con artículos publicados en prensa por el autor sobre los temas abordados. Son particularmente atinados aquellos en los que Vargas Llosa reflexiona sobre los cambios que está provocando Internet y la explosión de las nuevas tecnologías en nuestras vidas. Reconoce todas las ventajas que aporta, pero alerta sobre consecuencias más negativas como la pérdida de concentración que produce la lectura en las pantallas. En un artículo cita a una profesora de universidad que cuenta que sus alumnos ya no se concentran leyendo una obra literaria completa, o incluso a un supuesto experto que dice que ya no le vale de nada leer libros porque en Internet está toda la información que necesita, como si el propósito de la lectura se limitara a adquirir información. 

La religión, la prensa y la desaparición del erotismo son otros de los puntos que aborda el autor. Sobre esta última cuestión, Vargas Llosa alaba la liberación sexual y la superación de los prejuicios y la represión que durante tantos años impuso la Iglesia católica (y que sigue imponiendo esta y otras confesiones religiosas en distintos puntos del mundo); pero a la vez critica la desaparición del erotismo. Considera el autor que se está trivializando el sexo y cita para ello los cursos de masturbación que la Junta de Extremadura anunció que iba a poner en marcha en colegios de su comunidad. 

En cuanto a la prensa, es innegable que muchos medios (la mayoría, diríamos sin temor a equivocarnos) han cedido a esta corriente de espectacularidad, de noticias llamativas, pero ligeras, que reclama el público. El amarillismo, en distintos grados, está presente en el sistema mediático actual. Impera en la televisión, salvo honrosas y contadas excepciones, y también aparece cada vez más frecuentemente en periódicos (de Internet y en papel). Pero no veo con claridad la conexión que establece el autor entre la prensa sensacionalista y la crisis de imagen de los políticos. Vargas Llosa culpa al periodismo amarillo de magnificar los aspectos negativos de la política. Algo de eso puede haber, pero en absoluto me parece que la crisis de confianza de los responsables políticos responda a ello. La prensa está obligada a ejercer un papel de control al poder. Más bien me parece denunciable que muchas veces, por distintas razones, los medios no ejercen esa función. Decir que los medios exponen demasiado los aspectos negativos de los políticos es algo exagerado y desafortunado, desde mi punto de vista. Compara el autor las revelaciones de Wikileaks (que menosprecia afirmando que sólo pusieron de relieve chismorreos de los diplomáticos estadounidenses, lo cual no es cierto, no es toda la verdad, al menos) con las escuchas ilegales de News of the World. No es equiparable. Cuando los Estados usan su derecho al secreto para ocultar acciones irregulares es la obligación de la prensa desvelarlas. 

Es muy interesante el planteamiento sobre la religión que hace el autor. No comparte parte del mismo, pero se aprende mucho leyendo tesis distintas a la tuya, sobre todo si están tan bien argumentadas como este ensayo de Vargas Llosa. Es sano no leer siempre textos para que te reafirmes en tus ideas iniciales, sino abrir la mente y buscar argumentos diferentes. El escritor explica que las guerras de religión han hecho mucho daño a la sociedad, que todo Estado democrático debe ser laico y que ninguna creencia es tolerante, en el sentido de que impone una forma única de ver la vida. Por eso, elogia las bondades del proceso de secularización en Occidente y reclama que suceda lo mismo en aquellos países islámicos donde la religión sigue ligada a la política y a la organización del Estado. De ahí que se muestre esperanzado con el proceso de la llamada primavera árabe (el libro está escrito en 2012 y sin duda el optimismo sobre este proceso habrá decaído en el autor visto el desarrollo desde entonces de este proceso en países como Egipto). 

Pero, no todo son críticas a la religión. También defiende el autor, y este es el punto en el que discrepo algo más, que la religión es para la mayoría de la población el único camino a una conciencia ética, la única forma de adquirir una moral. Por eso cree que esta es de gran importancia para los fieles y para el conjunto de la sociedad. Defender que la intolerancia y los prejuicios de la religión han sido dañinos (lo cual es indudable), pero a la vez reivindicar su poder para la convivencia y la construcción de una moral y unos principios para los ciudadanos suena algo contradictorio. Sólo una mayoría, dice el autor, logra tener ese sólido esquema de valores alejado de la religión (para eso está, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos). En todo caso, es indudable que en gran parte de la población existe esa necesidad imperiosa de llevar una vida espiritual que para muchos sólo aportan las religiones o las sectas que han surgido los últimos años.

Yo creo que la ética y la moral no tienen por qué ir de la mano de ninguna confesión religiosa. Siempre he defendido que las religiones, bien entendidas, son filosofías de vida perfectamente respetables y con buenos valores. Pero no siempre se entienden bien, ni mucho menos. Así, vemos odios por motivos religiosos, violencia y fanatismo. No deberíamos dejar de reivindicar la importancia de defender entre todos un esquema de valores compartido (las constituciones en los Estados democráticos, la mencionada Declaración Universal de los Derechos Humanos) que esté por encima de las creencias de cada cual, que como bien dice el autor deben quedar en el ámbito privado sin que el Estado beneficie a ninguna confesión por encima de otra. 

En resumen, La civilización del espectáculo es un ensayo muy interesante del que se aprende mucho en aquellos aspectos en los que el lector piensa algo parecido a lo que defiende con enorme solvencia y sólidos argumentos el autor, y también, casi diría que sobre todo, en aquellos otros puntos donde el lector discrepa con el planteamiento del autor, pero en los que se ve impelido a replantearse sus ideas iniciales y a reflexionar sobre otros enfoques válidos. Ese papel de ayudar al lector a comprender el mundo, de invitarle a pensar, de contribuir a crear una conciencia crítica que siempre tuvo la cultura y que Vargas Llosa alerta que está empezando a perder en nuestra civilización actual lo juega con brillantez este ensayo del Premio Nobel. Recomendable, aunque de esta reseña u otras referencias el lector pueda intuir que dicrepará del planteamiento del autor. O incluso más recomendable aún si es el caso. 

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