Sobre la consulta catalana


El día de la Almudena del próximo año es la fecha elegida por CiU, ERC, ICV y la CUP para celebrar la consulta soberanista en Cataluña. No habrá una pregunta, sino dos. "¿Quiere que Cataluña sea un Estado?" y "En caso afirmativo, ¿quiere que sea independiente?". La capacidad de asombrar al personal que tienen los líderes independentistas catalanes no deja de crecer. Estas dos preguntas parecen bastante extrañas y contradictorias, básicamente porque lo son. Las fricciones internas en el bloque de los partidos que apoyan que se celebre una consulta han obligado a hacer estas filigranas. La CUP y ERC, separatistas de pura cepa, querrían haber preguntado directamente, y es la pregunta más razonable si de lo que va todo este lío es de buscar la independencia de Cataluña del resto de España, "¿quiere que Cataluña sea un Estado independiente?" Pero a esa pregunta probablemente no se hubieran unido ni ICV, que quiere consulta, pero para caminar hacia un Estado federal, ni Unió. A duras penas tal vez Convergencia. Al final ha salido esta peculiar consulta con dos preguntas que genera muchas dudas.

Si la consulta soberanista finalmente se celebrase y votara, pongamos por caso, un 60% de los catalanes, se podrían dar situaciones bastante estrambóticas que pondrían en duda la legitimidad del proceso, no en cuanto a la legalidad, que esa es otra cuestión, sino en cuanto a la representatividad del pueblo catalán. Pongamos que un 53% de ese 60% del censo vota que sí quiere que Cataluña sea un Estado. Esa parte de la población vota a continuación la subpregunta, si quiere que sea independiente. Pongamos que ahora un 58% de ese 53% de los ciudadanos que han acudido a las urnas, que son sólo el 60% del censo, votan que sí quieren un Estado independiente. ¿Cómo se harían las cuentas exactamente? ¿Qué porcentaje real del censo habría apoyado esta medida? ¿Qué cuenta, la primera pregunta o la segunda? ¿Cómo puede ser exactamente un Estado no independiente? Las dos preguntas van destinadas a contentar a todos los que quieren votar (derecho a decidir, lo llaman) sobre el futuro de Cataluña. Un sí en la primera cuestión y un no en la segunda supondría, aparte de un desbarajuste notable, un respaldo a la opción de avanzar hacia un Estado confederal, o algo así. 

La reacción del gobierno central a la concreción de la fecha y el texto de las dos preguntas ha sido la esperada. Mariano Rajoy declaró ayer que esa consulta no se celebrará porque no es constitucional y no se puede pedir a un presidente del gobierno que incumpla la ley. El PSOE también cerró filas en contra de este avance significativo en la tensión en las relaciones entre Cataluña y el resto de España, culpando a Mas y a los firmantes del acuerdo a llevar a Cataluña a un callejón sin salida. Los cuatro partidos firmantes del acuerdo, por su parte, se mostraron satisfechos y en la ensoñación ya clásica en ellos de estar formando parte de la Historia.

Por una cuestión de mera preservación de mi salud mental, he seguido con bastante distancia y escasísimo apasionamiento este lío. Me cansan los discursos simplistas y repetitivos de los líderes nacionalistas catalanes. Me provocan cada vez más urticaria, no lo puedo evitar, los debates sobre patrias e identidades nacionales. Si hago un esfuerzo por tratar de analizar de forma racional este asunto, pienso que decidir sobre la escisión de Cataluña es algo que afecta al resto de España, por cuanto es una decisión que cambiaría las fronteras y la composición del país. Por ahí, comprendo las razones esgrimidas por el gobierno central. Por otro lado, tengo claro que si una abrumadora mayoría de catalanes desea la independencia, de nada sirve utilizar la Constitución ni ninguna otra ley como barrera a sentimientos y deseos de los ciudadanos. No parece muy razonable obligar a nadie a seguir donde no quiere estar, ni es sencillo de entender que se establezca una ley de leyes como algo inamovible e imposible de transformar. Sobre todo, lo que pienso si analizo de manera racional este problema es que las dos partes perderían mucho y saldrían realmente mal paradas de la separación de Cataluña. El resto de España, por supuesto, perdería el dinamismo de una de sus regiones más importantes y ricas, junto a parte de la pluralidad cultural y lingüística que tanto enriquecen al país. En Cataluña, perderían el principal mercado para sus exportaciones, quedarían fuera de la Unión Europea y, de entrada, se quedarían sin el rescate estatal (el Fondo de Liquidez Autonómica) que permite a la Generalitat pagar los sueldos de sus funcionarios y sus deudas. Cataluña por sí sola no sería capaz de rehuir la bancarrota a día de hoy. Esa es la verdad.

Sucede que los argumentos racionales parecen no tener cabida en este debate. El simposio político "España contra Cataluña" que se celebra estos días en Barcelona es una prueba de ello. La manipulación fútil de la historia es una de las costumbres más arraigadas en todo nacionalismo. Otra es la de buscar un enemigo al que culpar de todos tus males desde tiempos inmemoriales (300 siglos, en este caso). Lo que pienso del nacionalismo, de todo tipo de nacionalismos, ya está contado aquí mil veces. Es una ideología infantil, dañina, rancia y atemporal que parte de un complejo de superioridad respecto al resto, que consiste en creerse superior a los demás por algo tan accidental haber nacido en un lugar en vez de en otro, que parte del desprecio al resto de culturas, que busca encerrarse en la pequeña parcela de cada uno y blindarse ante el resto del mundo, que se aproxima al racismo y pervierte sin pudor la realidad. Una explicación sencilla a problemas sencillos. España nos roba. Si algún día Cataluña llega a ser un Estado independiente, probablemente no se tardaría en escuchar aquello de "contra España vivíamos mejor". Porque el nacionalismo es también una forma inmadura de afrontar la realidad. Siempre culpando a otro de tus males, jamás asumiendo responsabilidades y preocupándose más de la memoria de tus heroicos ancestros que de labrar la convivencia y el bienestar de los ciudadanos del presente.

Si no fuera por lo irresponsable de su actitud, diríamos que Mas es un maestro, un estratega político. De la noche a la mañana pasó de ser el centro de todos los ataque en manifestaciones contra sus brutales recortes al Estado del bienestar a ser el adorado libertador de un pueblo elegido que llevará a Cataluña a un paraíso independiente donde el aire no estará contaminado, los metros no se escaparan bajando las escaleras de la estación y las palomas nunca defecarán encima de tu traje recién estrenado. Políticamente, Mas está siendo devorado por Junqueras, la verdadera inteligencia en todo este proceso. Sin entrar en el gobierno, sin quemarse lo más mínimo, el líder de ERC marca el proceso soberanista y suceda lo que suceda él será quien se llevé los mayores réditos de esta situación. 

Creo que la tensión independentista nunca había llegado tan lejos en nuestro país, al menos en nuestra historia reciente. El plan soberanista de Ibarretxe se desactivó en el Congreso y en las posteriores elecciones autonómicas en Euskadi. En este caso, se ha llegado a un punto de tensión muy elevado, con una fecha ya establecida para realizar una consulta sobre la independencia de Cataluña. Y lo que es más grave, con pocos visos de poder encontrar una salida negociada a este problema. Porque cuesta imaginar de aquí al 9 de noviembre un proceso de diálogo entre la Generalitat y el gobierno central para intentar restañar heridas y alcanzar acuerdos, algo que no aceptaría ERC, por lo que se convocarían elecciones en Cataluña al perder CiU el apoyo de su principal socio para gobernar. No se ve una salida fácil al conflicto. Uno no deja de preguntarse cómo se ha podido llegar hasta esta situación sin q nadie haya sido capaz de poner cordura y evitar que la tensión alcanza estas cotas. Ahora cuesta ver un final a este embrollo. Si llega el 9 de noviembre y las partes siguen en sus trece, ¿enviará el Estado fuerzas de seguridad para impedir la consulta? Sería algo muy dañino en la convivencia futura entre Cataluña y el resto de España y también entre las dos partes de la sociedad catalana, como lo está siendo todo este frenesí independentista que la crisis ha facilitado para buscar soluciones simples (y que partan de la culpa de otros) a problemas complejos. 

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