Un circo

Que la política española se ha convertido en un circo no es ninguna novedad. Ahora, el tema central es la reivindicación independentista de Cataluña, que sigue ofreciendo espectáculos bochornosos en los que los argumentos o los debates sosegados nunca tienen cabida. Sucede que es un circo este apagado, aburrido. Un circo que cansa y provoca tedio, por eso no lo estoy siguiendo demasiado de cerca. Por eso y porque mi salud mental lo agradece. Es un circo en el que los bufones, de acá y de allá, ya no hacen gracia a nadie y en el que hasta el traje de los payasos, como en aquel anuncio de la tele, se ha desteñido y ha perdido su color. 

Tal vez debería tener una opinión cerrada y muy solemne sobre el tema. Es lo que se lleva en este asunto. Defender que los catalanes puedan elegir a través de un referéndum sobre una cuestión que afecta a todos los españoles, como sería la independencia de su región. O bien urgir al gobierno central para que ponga freno a la deriva separatista y tal. Pero la verdad es que no tengo muy clara mi postura y no me interesa demasiado entrar en estos enfrentamientos incendiarios que tanto escapan a razonamientos lógicos e incitan directamente a sentimientos de la gente. Por ejemplo, creo que es bastante coherente defender que la salida de Cataluña de España es algo que sí nos afecta a todos los españoles. Pero también estimo que, si existe, como parece existir, una gran mayoría de catalanes que quieren votar sobre su situación en España, no es una democracia total aquella que les impide hacerlo enfrentando sus reivindicaciones contra el muro de la Constitución. Pero también creo que las leyes están para cumplirlas y que los catalanes que se sientan españoles también tienen derecho a defender su postura. Y justo después pienso que sí, las leyes están para cumplirlas, pero que también se pueden cambiar. Y, finalmente me paro a pensar en lo desagradable, anticuado y rancio que es el nacionalismo en todas sus formas. 

El nacionalismo, ya sea catalán, español, tailandés o hawaiano, es un movimiento excluyente, antiguo, egoísta, irracional y estúpido. Así lo pienso. Desde el respeto a los nacionalistas. Que a estas alturas de la Historia sigamos enredados con defensas de nuestra patria, de nuestro territorio único oprimido siempre por un enemigo exterior, me parece un atraso. El nacionalismo siempre me ha parecido, en perfecta definición de Albert Einstein, una enfermedad infantil. Y cada día tengo más claro que así es. Porque el nacionalismo no es una legítima, justa y sosegada defensa de la cultura propia, algo que apoyo y suscribo al cien por cien en todos los pueblos. No. Eso, si acaso, es el barniz que los nacionalistas dan a su discurso para que parezca algo moderado. Pero es sólo un disfraz. El nacionalismo consiste en creerse diferente a los demás, sencillamente porque los que profesan esta creencia piensan que son superiores al resto. Y todo, claro, por la sencilla razón de que nacieron en ese trocito del planeta Tierra. Por nacer dentro de unas fronteras, ya se es superior, ya se arrastra una historia de agravios y opresión, ya se debe excluir al resto y buscar siempre todo lo que nos diferencia de los demás.

El nacionalismo es ir contra corriente. Encerrarnos en nuestra pequeña aldea mientras el mundo es cada día más globalizado. Mirarnos siempre al ombligo y despreciar a los demás. El nacionalismo es imponer un pensamiento único, falsear la historia y también el presente. Construir un enemigo malvado que es el causante de todos nuestros problemas. También supone el nacionalismo verse poseído por un enorme síndrome de superioridad. Por el accidente natural de haber nacido donde se ha nacido y no 500 kilómetros más allá, ya se especial, superior, distinto. Las razones, los argumentos lógicos y la moderación quedan apartados, porque el nacionalismo arrasa con ellos. Sólo importan los sentimientos, esos que se excitan desde televisiones públicas o los que se agitan manipulando la historia. Se podrán presentar mil argumentos razonados a un nacionalista, pero él apelará siempre al sentimiento. Al amor a su patria, a los mártires que lucharon en el pasado por su independencia, al opresar extranjero que tanto daño les ha hecho durante siglos. Se podrán recordar los desastres causados por el nacionalismo, que rima con racismo y fanatismo, en la historia de la humanidad, pero eso no hará más que reforzar los prejuicios del nacionalista, que te llamará facha a la primera de cambios. 

Por tanto, sobre este asunto no tengo una opinión cerrada y respeto, como no podía ser de otra forma, a aquellos catalanes que quieren la independencia. Además, a día de hoy parecen ser la mayoría de la sociedad catalana, o al menos una parte muy numerosa. Pero en todo este asunto inevitablemente sale a relucir mi aversión a banderas, patrias y amores irracionales e insensatos a las naciones. Es más o menos como la religión. Algo que no resiste la más elemental comprobación lógica. El nacionalismo y la realidad casan mal. Es una cuestión de fe. Una teoría que domina sobre todo lo demás y que hace ver la realidad desde un prisma particular que todo lo desfigura. Esa sensación de hartazgo sobre banderitas y patrias, por cierto, también la sentí el día 12 de octubre, cuando al rancio desfile militar clásico por estas fechas en Madrid se sumó una manifestación que inundó Barcelona de banderas españolas con decenas de miles de personas que, con exactamente el mismo derecho que los independentistas, salieron a la calle a defender que se sienten catalanes y españoles y no quieren la independencia. Yo, ya digo, toma prudencial y sana distancia sobre todos estos líos de naciones y banderas.

Así estamos, pues. Viviendo un circo. El último capítulo lo protagonizó ayer Artur Mas, que dio plantón a la vicepresidenta del gobierno central, que ejerce de presidenta en funciones por la presencia de Rajoy en el extranjero, ya que asiste a la cumbre latinoamericana. Mas no quería estar por debajo de Sáenz de Santamaría en el protocolo y decidió no asistir al acto. Por cierto, habrán observado la fascinación que los protocolos y los rituales despiertan en los nacionalistas. Es una cosa asombrosa. Pero hay muchas más capítulos del circo. Una actuación memorable, por ejemplo, también de ayer la protagonizó el alcalde de Barcelona. El COI desaconsejó a la ciudad condal organizar los Juegos Olímpicos de invierno de 2022. Algo que lamento muy sinceramente, porque Barcelona es una ciudad maravillosa y estoy convencido de que la organización hubiera sido un éxito. Pero, a lo que voy, el COI fue quien pidió a Barcelona que se retirara de la carrera. Pues bien. ¿Cuál fue la reacción del alcalde de Barcelona? "No puedo mantener la candidatura cuando ninguno de los dos partidos con opciones de gobernar en España apoyan el proyecto". Sí, otra vez todo es culpa de España. 

Como esa lista de agravios que construyó Mas, en la que le salió que España le debía cerca de 9.000 millones de euros. Una lista que me recordó a aquella que sacó Mourinho después de un partido sobre errores arbitrales. Esto es una sucesión tras otra de actitudes infantiles y circenses que, por ejemplo, ocultan que la Generalitat sobrevive financieramente única y exclusivamente gracias al FLA (Fondo de Liquidez Autonómica), que el Estado central da a las Comunidades en apuros que no tendrían otra forma de financiarse. Ocultan también la pésima gestión del gobierno catalán y los innumerables recortes sociales que ha acometido. Ocultan, por supuesto, los escándalos de corrupción que afectan a varios dirigentes catalanes y al principal partido del gobierno. En esto, ya ven, Cataluña y el resto de España se parecen mucho. Para que el circo esté completo, no falta la figura del trapecista. Duran i Lleida, que anda el hombre haciendo equilibrismos entre los independentistas de Convergencia, con los que pasa una crisis matrimonial, y los políticos de Madrid, con los que va de amigo que aconseja qué hacer para evitar la independencia y el final de su aventura madrileña entre hoteles de lujo y ejerciendo siempre el papel de nacionalista moderado. En fin. Aburrirnos, no nos aburrimos. 

Comentarios