Cuando el optimismo es una heroicidad

La situación de la economía española da muchos más motivos para la preocupación que para la esperanza. Ciertamente mostrarse optimista hoy en día es visto, en el mejor de los casos, como algo heroico. Hay muchas razones objetivas para estar muy preocupado por cómo marchan las cosas y muchos motivos para pensar que no nos espera un futuro fácil. España intenta conjurar la amenaza del rescate y todos estamos inmersos en un estado de miedo y pesimismo que nos paraliza. Todos tememos algo. Los cinco millones de personas que están paradas temen no encontrar un trabajo, pero los que trabajan tienen miedo a perder su empleo y, en general, prácticamente todos estamos muy preocupados. No lo digo por criticar a la sociedad, ya que soy el primero que pienso que los que no estén preocupados, deberían estarlo. Es sólo constatar una realidad gris. Tan gris como el cielo de Madrid que veo en estos momentos desde mi ventana.

El pesimismo ha podido con todo. Creo que hay motivos reales para tener miedo, pero también considero que deberíamos esforzarnos por buscar un resquicio de optimismo. Es verdad que un exceso de optimismo es dañino y perjudicial en situaciones complicadas como la actual, porque nos impediría reaccionar como es debido a lo que estamos sufriendo y conocer bien la realidad a la que nos enfrentamos. Pero no es menos cierto que el pesimismo absoluto en el que estamos inmersos tampoco ayuda nada y nos paraliza tanto como un optimismo irracional y excesivo. Todos sabemos que la situación es mala, incluso podríamos decir que crítica, y está bien que todos seamos conscientes de cómo están las cosas. Lo que no está nada bien es que nos paralice el miedo, que vivamos temiéndonos lo peor en cada momento e invadidos por el pesimismo. Las frases que dicen que después de la tormenta siempre escampa o que no hay túnel sin salida pueden sonar huecas y vacías de contenido, generalidades poco prácticas que no sirven para nada. Puede, pero creo que todos necesitamos una inyección de optimismo o, al menos, de esperanza.

Es triste ver la situación en la que se encuentra la situación económica. Siempre ha habido inconscientes e irresponsables, por lo que habrá todavía quien no sepa calibrar la gravedad de la situación o se empeñe en actuar como si no estuviéramos  ante una auténtica emergencia nacional. Dejando a un lado a esa minoría, todos estamos preocupados y todos debemos poner de nuestra parte para intentar salir de esta situación. Me parece desolador que un gobierno democrático y legítimo tenga que rendir cuentas a unos mercados que no sabemos muy bien por quiénes están compuestos y desde dónde deciden a su antojo el futuro de países enteros. Y más triste aún que asumamos con total naturalidad y con una facilidad asombrosa que eso tenga que ser así. Hoy leemos sin escandalizarnos que el gobierno tiene que tomar nuevas medidas para contentar a los mercados o que hemos de inspirar confianza en los inversores antes que cualquier otra cosa. Sí, sé que España, como el resto de países, necesita que alguien le preste dinero y sé en qué mundo vivimos. Lo que pasa es que no me gusta nada, cada día menos, conocer ciertas realidades de este sistema en el que vivimos y que nos obliga, sí o sí, a actuar de una determinada manera.

Cuando hablamos de la mala situación de la economía española lo hacemos empleando términos como prima de riesgo o subastas de bonos del Tesoro que, aunque ya son unos miembros más de la familia, nos siguen sonando (al menos a mí) como algo muy lejano que no somos capaces de comprender del todo bien. Cuando hablo de crisis yo no hablo tanto de bolsas y primas de riesgo como de personas. De gente que lo está pasando muy mal, que está muy apretada y que, lejos de ver salidas, continúa hundiéndose hacia el fondo. Comprendo perfectamente la importancia que tiene la economía de las grandes cifras y de esos indicadores financieros, pero no me gusta nada que olvidemos las caras reales de la crisis Porque, a diferencia de los mercados, la crisis sí tiene cara. Muchas caras. Las de los parados que no ven salida, las de los jóvenes que después de años de formación no encuentran dónde demostrar su talento y su preparación, las de padres y madres de familia inquietos porque no les llega el dinero para cuidar y alimentar como es debido a sus hijos.

Desconozco si existen muchas alternativas a lo que estamos viviendo. Otra sensación que está cundiendo atualmente, unida a ese pesimismo generalizado, es la de que es totalmente inevitable hacer todo los recortes que se están haciendo. Muchos creemos que aunque otro partido estuviera en el gobierno haría exactamente lo mismo (o algo muy parecido) a lo que está haciendo el ejecutivo actual. Y nos preguntamos también si realmente tenemos algún margen de maniobra o el guión nos va a seguir viniendo impuesto. Para terminar de completar el panorama, el FMI pide que se bajen las pensiones y se alargue la jubilación ante el riesgo de que la gente viva más de lo esperado. Triste mundo éste en el que vivimos donde que la gente viva más de lo esperado es visto como un riesgo. En resumen, no hay muchos motivos para el optimismo, pero ¿acaso no es en este tipo de situaciones cuando más falta hacen? Cuando todo marcha sobre ruedas no tiene mérito ser optimista y pensar que todo saldrá bien Ahora anunciar escenarios apocalípticos es lo corriente, lo fácil. ¿Por qué no nos animamos a ir contra corriente y ser algo optimistas? Al menos, podemos intentarlo.

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