Malismo, la ostentación del mal como propaganda

 

El gran acierto de Mauro Entrialgo en Malismo, la ostentación del mal como propaganda, editado por Capitán Swing, es que ha sabido detectar, analizar y ponerle nombre a un fenómeno que reconocerá fácilmente cualquiera que viva en este mundo nuestro con Trump en la Casa Blanca, personas justificando un genocidio o líderes políticos que se dedican a escupir odio a diario. El propio autor reconoce ya casi al final del libro que no aportar soluciones ni mucho menor moraleja, pero que sí “recoge indicios, conecta evidencias y señala un síntoma. Es exactamente así y por eso este libro es tan valioso. 

La ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial”. Así es como define el autor el término “malismo”, que tantas actitudes engloba y que tan extendido está en nuestros días. 

El malismo, por supuesto, es el reverso tenebroso del buenismo, que tanto emplean los malistas para ridiculizar a quienes no ven el mundo como ellos e incluso creen en cuestiones como los derechos humanos o el respeto a las minorías, así a lo loco. Cuenta el autor que el término buenismo entró en el diccionario de la RAE en 2017 con la acepción de “actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”, y que pronto se generalizó su uso y se terminó usando como “una forma sutil de llamar imbéciles a todas aquellas personas no dispuestas a pisar cabezas de los demás para enriquecerse o imponer su voluntad.

Quizá el caso más paradigmático de malismo son las reacciones viscerales que la Agenda 2030 de las Naciones Unidas despierta en no pocas personas que echan espumarajos por la boca si oyen hablar de cuestiones como la igualdad de género o la lucha contra la pobreza. La Agenda 2030, en efecto, es descrita en el libro como un montón de buenos propósitos que suscitan odio. El autor expone cómo hay partidos políticos que consideran beneficioso electoralmente “proclamarse contrario al fin de la pobreza, el hambre cero, la educación de calidad, el agua limpia, la igualdad de género o el trabajo decente. Hoy en día, presentarse como partidario del mal puede dar votos”. Tristemente, es así. 

Explica el autor, y tiene razón, que antes también había esos instintos de odio en según qué partes de la sociedad, sólo que se disimulaban más, porque el malismo aún no se había impuesto. Pone como ejemplo las manifestaciones de obispos y políticos del PP contra el matrimonio homosexual. “Al tener lugar en una época premalista en la que la exhibición de la propia vileza no se veía todavía beneficiosa, se intentó disculpar con el argumento de que no iba contra nadie. Se deseaba solo defender a la familia tradicional”, escribe. Era mentira, claro, pero al menos se veían en la obligación de maquillar sus verdades intenciones

Ahora ya no hay disimulos posibles, al revés, se hace alarde de la mala educación como la normalización del “que te vote Txapote”, haciendo popular en un eslogan el nombre de un terrorista, en contra de las peticiones expresas de muchas víctimas de ETA, y el “me gusta la fruta”, insultando al presidente del gobierno con una Graciela pueril de patio de colegio. La mala educación, por cierto, está mal venga de quien venga, por lo que no me parece tolerable que esos términos zafios se usen en contra de quien los inventó. El autor parece admirar la mala educación y la actitud marrullera en redes sociales de Óscar Puente. No puedo estar más en desacuerdo con ese punto. 

El libro habla de política, pero no sólo, porque los tentáculos del malismo son alargados. Por ejemplo, se recrea criticando los nombres comerciales malistas y pretendidamente, que están muy de moda “entre la clase alta y la clase media con pretensiones que aspira a ser alta creyéndoselo mucho y votando a opciones electorales que benefician a los que sí son clase alta. Basta darse una vuelta por Madrid para encontrar multitud de restaurantes con ese tipo de nombres. Tal vez porque, como señala atinadamente, autodenominarse punk o creerse disidente desde el privilegio está de moda”. 

También enmarca dentro del malismo de nuestros días los vídeos de youtubers que se graban cometiendo delitos o agrediendo a otras personas o, en otro grado de maldad, los vídeos de soldados israelíes que cuelgan en sus canales personales en redes sociales imágenes de sus crímenes y abusos. El autor también hace un atinado análisis de los discursos radicales de ciertas corrientes religiosas con vínculos con las posturas políticas de extrema derecha, como la Iglesia neopentecostal. 

Entrialgo reflexiona igualmente sobre el papel de la cultura en todo este auge del malismo y, aunque como creador tiene claro que no se pueden exigir responsabilidades a los artistas de las interpretaciones erróneas de sus obras, ha tomado la decisión de matar a su personaje Herminio Bolaextra, porque no le apetece y porque “la incorrección tiene ya poca gracia como broma, porque la incorrección ha sido asimilada por los poderosos y es ya una de sus armas recurrentes”. Me gusta mucho el ejemplo que pone con Joker. Como bien explica, “una cantidad abrumadora de incels y otros ultras misántropos interpretaron el largometraje como una oda aprobatoria de su apuesta por el rencor violento y adoptaron el rostro del personaje como avatar representativo de su identidad. El malismo es así. Se nutre de entedederas no especializadas en dilucidar mensajes sutiles o imprecisos”.

Este libro, en fin, no aporta soluciones al inquietante auge del malismo, pero sí acierta a ponerle nombre y a describirlo en toda su extensión. Es un librito que describe bien el tiempo en el que vivimos y que al menos nos ayudará a llamar por su nombre actitudes, declaraciones y situaciones que nos desagradan día a día en un mundo en el que la buena educación y el respeto se vuelven revolucionarias. 

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