Es muy complicado que todo salga perfecto en una obra de teatro, que todo suceda tal y como se había previsto. Puede bailar un poco el guión, el público puede reaccionar de un modo distinto al previsto en esta o aquella escena, puede ocurrir algo inesperado. Es, de hecho, parte del encanto del teatro. No digamos ya lo difícil que debe de resultar que todo salga aparentemente tan terriblemente mal como se prevé que parezca, es decir, que sea perfecto simulando la más desastrosa de las imperfecciones. Es lo que busca y consigue con asombrosa agilidad La función que sale mal, que vive su sexta temporada en el Teatro Amaya de Madrid, y que entra dentro de la categoría de comedias que provocan carcajadas a cada minuto, tal vez sólo comparable con la inolvidable Burundanga.
La obra, que ganó el premio Olivier a mejor comedia en 2015 y que han visto ya en distintas ciudades del mundo más de ocho millones de espectadores, es divertidísima. Su argumento, muy metateatral, plantea una función de un grupo de teatro universitario y algo chapucero que quiere representar una obra de crímenes en una mansión, a lo Agatha Christie. Quieren que sea una representación seria, pero nada sale como esperaban. Hay fallos, errores, situaciones hilarantes, risas donde debería haber intriga y tensión…
Todo falla maravillosamente bien. Y, ya digo, aún más difícil que lograr que todo salga bien en una representación teatral debe de ser que todo salga tan mal como se esperaba. Es impresionante que todo se caiga, se desmorone y rompa el guión con la precisión del caos planeado previamente por un texto inteligente, sencillamente sublime. Es una auténtica bomba de despertar risas, un maravilloso delirio, un puro exceso. En ese in crescendo reside también gran parte del mérito de la función, porque empieza ya muy arriba en ese juego, pero no hace más que redoblar la apuesta hasta un final apoteósico, al que se lleva entre carcajadas y aplausos que interrumpen la función unas cuantas veces.
Por supuesto, gran parte del mérito y el encanto de la función es del elenco, formado el día que yo disfruté de la función en el teatro por Víctor de las Heras, Ariana Bruguera, Rubén Casteiva, Aránzazu Zárate, Iker Montero, Jacinto Bobo, Guillermo Sanjuán y Héctor Carballo. Es estupendo cómo dan vida a esos actores que sobreactúan, que ven con desconcierto cómo nada funciona, que repiten el texto varias veces a la espera de que funcione este o aqueo efecto de sonido. Están todos perfectos, se ve que es la suya una maquinaria muy bien engrasada. Impresiona que no se carcajeen en mitad de la función por lo surrealista y absurdo de las situaciones que se van sucediendo en el escenario. Lo bordan.
Además de la agilidad del impecable texto, Escrito por Henry Lewis, Jonathan Sayer y Henry Shields, con adaptación de Zenón Recalde, y de la magistral interpretación de su elenco, la obra se apoya también en su escenografía, cuyo diseño es de Nigel Hook, y el conjunto del equipo técnico, que es especialmente importante en esta obra. Porque para que la función salga tan maravillosamente mal es importante que acompañe toda esa parte que no se ve, el sonido, la escenografía, lo que sucede entre bambalinas, y que en esta obra contribuyen mucho al exitoso fracaso de la función.
A veces necesitamos que el teatro nos haga pensar, que nos acerque a realidades dramáticas, que nos invite a la reflexión. Y es maravilloso que así sea. Pero a veces necesitamos sencillamente (y no es nada sencillo) que nos haga reír y nos permita olvidar por un rato la distopía de ahí fuera. Para eso, La función que sale mal es una elección segura. Por un rato está bien que los delirios ocurran en el escenario de un teatro y no en La Casa Blanca, que la violencia sea fingida y que recordemos lo bien que nos hace reír en un mundo tan deprimente, aunque sólo sea para tomarnos un respiro de la gris e inquietante realidad de ahí fuera.
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