Adaptar al cine una gran novela es siempre un arma de doble filo. Por un lado, sin duda, es el mejor punto de partida, los mejores mimbres, cuando la novela de la que se parte tiene una gran historia detrás y, además, está en de la memoria colectiva de millones de lectores y forma parte de la cultura popular. Pero también, precisamente por eso, es enorme la presión por hacer honor al libro, por estar a su altura y ser capaces de trasladar al lenguaje cinematográfico la profundidad y los matices de la literatura. Si algún país tiene una gran tradición literaria y, a la vez, un sector cinematógrafo fuerte y con vocación de plasmar en la pantalla sus grandes obras literarias del pasado ése es, sin duda, Francia, así que no es extraño que varias de las mejores películas francesas recientes tengan como origen sendas novelas del siglo XIX.
Después de dos grandes producciones como Las ilusiones perdidas, que adaptó la novela de Balzac, y Los tres mosqueteros, inspirada en la novela de Alejandro Dumas, en 2024 fue El conde de Montecristo, el libro que escribió Dumas en colaboración con Auguste Maquet, el que fue publicado exitosamente llevado al cine. Al igual que aquellas películas, se trata de un filme de calidad, muy fiel al texto original, con una factura impecable y con gran respuesta por parte del público. La película, dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière, ha atraído ya a más de ocho millones de espectadores en Francia, lo que la sitúa como el tercer filme más visto el año pasado en aquel país, que, por cierto, es una excepción europea porque allí en 2024 creció la asistencia de espectadores a las salas.
Es difícil hacer una adaptación mejor de una novela de hace dos siglos, en la que todo está en su sitio y funciona a la perfección. La película es muy fiel al libro y cuenta con todos los recursos a su alcance, que no son pocos y se nota para bien, para trasladar a la gran pantalla esa impresionante historia de grandes pasiones y venganza que fue publicada en 1844 y que hoy, dos siglos después, nos sigue emocionando y cautivando. Porque es lo que tienen los clásicos y las grandes novelas, que nunca pasan de moda, que siempre conectan con las emociones humanas.
El filme logra que a pesar de su duración, cercana a las tres horas, no decaiga en ningún momento el ritmo ni el pulso narrativo. Cada plano cuenta algo. La historia que hay detrás está tan bien construida y es tan apasionante que los creadores de la película tenían mucho ganado, claro, pero, de nuevo, no era fácil que todos los componentes de la película se pusieran al servicio de la historia con tanta solvencia. Y todo está en su sitio. La película es visualmente impecable y está rodada de forma magistral. Impresionan las recreaciones de la Marsella y el París de la época, igual que los vestuarios y la construcción de cada espacio. No hay ni un ápice del cartón piedra que a veces asoma en películas históricas descuidadas. Aquí se cuida cada detalle.
También la banda sonora es portentosa. El reparto es otro de los fuertes de la historia. Pierre Niney da vida con solvencia a Edmundo Dantès, mientas que Anaïs Demoustier se pone en la piel de Mercedes, su prometida, con la que está a punto de casarse el protagonista cuando es deteniendo en pleno altar, por culpa de una denuncia injusta derivada de la pura envidia y del odio. Por culpa de esa injusticia es enviado a prisión, donde pasa años planeando su fuga con un compañero de la celda de al lado que, además, le habla de un tesoro escondido en la isla italiana de Montecristo. Completan el elenco, entre otros, Laurent Lafitte, Anamaria Vartolomei, Vassili Schneider o el joven Julien De Saint Jean, que lleva un buen carrerón de grandes papeles estos últimos años en películas como El paraíso o Deja de decir mentiras.
Como digo, todo funciona en la película, todo está en su sitio, pero lo más irresistible de todo, claro, es la materia prima de la que parte, esa increíble historia de odio, venganza, amor, justicia y lealtad. Está muy bien contada la peripecia vital del personaje a lo largo de dos décadas, desde el acto heroico que le permite ser nombrado capitán hasta esa carta de despedida de su amada en la que escribe una de las frases más memorables de la literatura: “toda la sabiduría humana se resume en dos palabras: confiar y esperar”. El conde de Montecristo, en fin, es una película excepcional que nos recuerda que las grandes novelas son la mejor inspiración posible para el buen cine, y de ambos, literatura de calidad y cine ambicioso, van sobrados en Francia.
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