Los años nuevos, la serie de Rodrigo Sorogoyen, Paula Fabra y Sara Cano para Movistar, ha despertado un buen número de elogios entusiastas y alguna que otra crítica negativa, como un poco cabreada por aquellas loas. Hay personas a las que les ha encantado la serie y otras a las que no les ha gustado nada, y unas y otras se sienten en la necesidad de contarlo. Se diría que la serie ha provocado una gran polarización que, a diferencia de lo que sucede con la política, cuando se trata de series o películas, siempre es buena señal, porque significa que genera debate, despierta emociones y propicia opiniones firmes a favor o en contra.
Yo, ya lo digo desde el principio, estoy en el grupo de los entusiastas con la serie. Incluso, de los muy entusiastas. Más y más a medida que avanzaban los diez capítulos que la componen, y que siguen la evolución de una pareja a lo largo de una década, siempre en Nochevieja o Año Nuevo, año tras año, con la casualidad de que él cumple años el 31 de diciembre y ella, el uno de enero. Comenzamos la serie con ambos personajes cumpliendo 30 años y la despedimos cuando entran en la cuarentena. Las interpretaciones de Iria del Río y Francesco Carril son extraordinarias y la química entre ambos es impresionante. La serie tiene ese aire cautivador e irresistible de las obras que se proponen y lograr captar con realismo, emoción y naturalidad el paso del tiempo en la pantalla, algo que puede parecer sencillo, pero que es extraordinariamente complicado de conseguir, que ocurre muy de cuando en cuando.
Los años nuevos está muy condicionada por tres factores: la enorme expectación que despierta cualquier nuevo proyecto de Sorogoyen, porque se lo ha ganado con la calidad de sus películas y series; la idiosincracia y la envergadura de la propia producción, esa idea genial de retratar a una pareja a lo largo de diez años, siempre en Nochevieja o el día de Año Nuevo, y, por último, la inevitable comparación con otras historias con las que puede rimar la serie, como la portentosa Normal People o la sensacional trilogía cinemstográfica de Linklater formada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer.
Aquellos tres factores atraen y despiertan mucho interés, claro, pero a la vez suponen una presión añadida para la serie. Su enorme ambición y el hecho de que tenga tan clara vocación de emparentar con proyectos como aquellos suponen un reto titánico del que Sorogoyen. Fabra y Cano salen más que airosos. En la conversación que ha generado la serie no han faltado reflexiones sobre su componente generacional, que indudablemente está ahí y es uno de sus puntos fuertes. Es posible que la serie apele más a quienes rondamos la edad de sus protagonistas, se parezcan más o menos nuestras vidas a las suyas, aunque no creo que sea sólo un retrato generacional.
Son muchas las razones que hacen de la serie un proyecto especial. Quizá lo mejor de todo, lo más singular, sea la importancia que se le concede al fuera de plano. Como sólo vemos a la pareja protagonista de año en año, siempre el mismo día, todo lo que ha ocurrido en los doce meses anteriores no se muestra en la pantalla y sólo nos vamos enterando de ello a cuentagotas por las conversaciones que tienen los personajes. Es lo más divertido y lo más genial de este juego narrativo. Y lo que pasa de año en año, claro, es la vida: separaciones, muertes, amistades que vienen y van, cambios de trabajo, encuentros y desencuentros familiares… Es brillante la forma en la que se plasma todo eso que no vemos en la pantalla y que está en el centro de la trama.
También me gusta mucho de la serie, además de su música y de la querencia francesa que es ya casi marca de la casa en los trabajos de Sorogoyen, cómo retrata la convivencia de la pareja, los recuerdos construidos juntos, esa complicidad entre ambos. Por ejemplo, lo de que nombrar una ciudad traslade directamente a ambos a una vivencia compartida, o las risas con sus bromas privadas, con sus vivencias, aunque cada cual lo recuerde a su manera. Se muestra con mucha naturalidad y verdad, igual que esas anécdotas familiares contadas una y mil veces. Entre medias, menciones aquí y allá a la actualidad y al paso del tiempo, con la pandemia, por ejemplo, en medio de la serie.
Los años nuevos, en fin, es una serie magnífica en la que reconozco que me costó entrar, pero que celebro mucho hacer seguido viendo. Por momentos los personajes pueden parecer demasiado intensos o incluso irritantes, pero sobre todo resultan siempre muy auténticos, de carne y hueso. Son frágiles, vulnerables, volátiles, un poco como todo el mundo. Sé que hay quien recela por sistema de las series o películas que buscan parecerse a la vida y captar pedacitos de realidad, momentos llenos de autenticidad. A mí me suelen cautivar estas historias como pocas y así me ha ocurrido con esta gran historia sobre el amor, la amistad y el paso del tiempo, que no es más grande que la vida, como se dice de muchos trabajos cinematográficos, sino que busca ser tan pequeño, irracional, emocionante y fugaz como la propia vida, exactamente como la vida misma.
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