La littérature ça paye !


 Dijo Borges que el verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo. Así que, desde la certeza de que leer, como amar y soñar, es algo extraordinariamente valioso para la vida, pero que se puede obligar a nadie a ello, son recurrentes los debates sobre cómo impulsar el hábito de la lectura, en especial, entre los más jóvenes. No ayuda la creciente presencia de las pantallas en el tiempo de ocio. Tampoco el utilitarismo imperante en nuestra sociedad. De todo ello habla Antoine Compagnon, miembro de la Academia francesa, en La littérature ça paye !, un interesante ensayo que utiliza una expresión francesa que podría traducirse como que la literatura compensa, que renta, que sí es productiva y vale la pena.  

En esta clase de ensayos siempre existe el riesgo de que se caiga en el clásico lamento de lo mal que va todo, de lo poco que leen los jóvenes de hoy, a diferencia del autor cuando era joven, y de lo terrible que es la sociedad actual, a menudo, simplemente porque el autor no la entiende. Ese riesgo de caer en el catastrofismo está ahí y nada iría más a la contra de un libro que defiende la importancia de la lectura que caer en esa actitud cascarrabias. Aunque a veces la acaricia, creo que el libro logra trascender esa postura poco constructiva. 

El autor reflexiona sobre lo que aporta la literatura a quienes la crean y a quienes la leen. Afirma, apoyándose en diversos estudios, que la mayoría de los escritores no viven de su trabajo. Según un informe de 2020, sólo un 15% percibía más de 9.000 euros al año por derecho de autor, es decir, menos de la mitad que el salario mínimo de aquel país por entonces. El autor cuenta que Baudelaire vivió en la pobreza y se pregunta si ello contribuyó a la calidad e intensidad de su obra. Después elogia la lentitud que acarrear la lectura frente a la exigencia de velocidad de nuestro tiempo. También pide darle tiempo a los nuevos libros editados, porque el éxito instantáneo no suele ser garantía de posterioridad.

El autor busca exponer todas las razones concretas por las que la literatura es valiosa hoy en día y pretende no caer en el romanticismo sin más. Cuenta que se tarda el mismo tiempo en enseñar a leer a un niño hoy que hace siglos y se necesitan las mismas horas de ensayos para representar una sinfonía de Beethoven en el presente que cuando fue compuesta, mientras que el coste de vida no para de subir, lo que hace de cualquier oficio creativo un caso particular. En este sentido, el autor hace una distinción entre la literatura industrial, la de género poco cuidada que manosea estereotipos, que considera que se escribirá sin contribución humana por la Inteligencia Artificial. Quedará la literatura rebelde, artesanal, improductiva. 

Hay un pasaje precioso del ensayo en el que el autor dice que la literatura no sirve para nada y está muy bien que así sea. “Es bueno que en este mundo cada vez más utilitarista, en esta vida cada más terrenal, haya cosas que no sirvan para nada; es importante preservarlas, mantenerlas con vida y cultivarlas cuidadosamente, afirma. Pero después entra en el debate recurrente sobre el papel de la literatura en nuestros días. Cuenta que, a diferencia de otros autores como Baudelaire, Valéry defendía al principio que la literatura no es una necesidad natural del ser humano, sino una necesidad artificial creada por el autor. En cierta formal, terminó cambiando de opinión al reconocer que los niños tienen una necesidad primitiva de contar y escuchar historias. Por su parte, Baudelaire no acepta la disyuntiva entre arte bello, por un lado, y arte comprometido y moral, por el otro. Las dos facetas pueden ir de la mano. 

Quizá la mayor utilidad que el autor del ensayo encuentra en la literatura, y que puede ayudar en cualquier profesión y en cualquier ámbito de la vida, es la empatía que ofrece, la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Con Proust, el académico de la lengua francesa afirma que “sólo gracias al arte podemos salir de nosotros mismos y saber lo que ve otra persona de un mundo distinto al nuestro, y cuyos paisajes nos resultarían tan desconocidos como los que puede hacer en la Luna”. Por eso, el autor critica la mercantilización de los saberes, niega que las carreras relacionadas con la literatura tengan menos salidas laborales que otras y recela de la idea de hablar de competencias y no de conocimientos. El autor se presenta como un firme defensor de la cultura general y de no hacer distinciones severas entre ciencias y letras. Alaba el modelo de la universidad de Columbia y muchas otras en Estados Unidos, que obliga estudiar un idioma extranjero y que incluye cursos de cultura general en la parte troncal del plan de estudios independientemente de cuál sea la carrera estudiada.

Otra reflexión interesante es la que se plantea sobre la distinción, sobre la gente letrada y el elitismo que ello puede encerrar. Habla del desclasamiento y de la idea de capital social y capital cultural, tan influyente en la cultura francesa. El debate, muy simplificado, sería entre Bourdieu o Proust. El primero defendía que la distinción es siempre herencia y perpetuación de privilegios de clase, mientras que el segundo sostenía que también puede ser fruto de la formación, del esfuerzo por leer y aprender, por acceder a saberes que están al alcance de todo el mundo. El autor critica el esnobismo, pero no se encuentra del todo cómodo con los ataques furibundos a la meritocracia. Él mismo se pregunta cuánto de lo que ha conseguido procede de la herencia de su familia y su clase social y cuándo responde a su esfuerzo.

La lectura es un privilegio que a algunos les viene dado nada más nacer, pero es un privilegio que se puede conquistar”, sostiene, para después criticar cómo los tránsfugas de clase se presentan como excepciones que confirman la regla del inmovilismo social. Habla, por ejemplo, del origen de Annie Ernaux, cuyos padres eran tenderos.

El ensayo está lleno de otros temas interesantes como las dudas del autor sobre que escuchar audiolibros sea de verdad leer, los estudios que demuestran que aprender idiomas retrasa el desarrollo del Alzheimer y aumenta las capacidades analíticas y la flexibilidad mental o sobre cómo la literatura ayuda a ser mejor en cualquier profesión. También aporta un dato que impacta: los niños y niñas entre 7 y 19 años pasan diez veces más tiempo delante de una pantalla que leyendo libros. Entre 16 y 19 años, 25 veces más. En este último tramo de edad, ellos leen todavía menos que ellos (siete minutos frente a 17). 

La literatura, en definitiva, sale a cuenta, como dirían ahora los jóvenes con una expresión que usan para casi todo, renta, renta mucho. En el fondo, la literatura nos ayuda en nuestra vida y en nuestro trabajo, sea en que sea. Vivimos en un mundo cada vez más mercantilizado, que sólo valora lo que puede generar dinero de forma inmediata, pero incluso la economía y el capitalismo no dejan de ser fábulas que recurren todo el rato a toda clase de metáforas y al relato, que no deja de ser literatura. En ocasiones, claro, muy barata. Los amantes de la literatura no necesitamos que nos recuerden por qué es importante ni leer ni todo lo que la literatura nos aporta, y quienes no leen, posiblemente tampoco empezarán a hacerlo por que alguien les anime a ello, pero libros como éste siempre aportan, hacen compañía y permiten acceder a interesantes reflexiones sobre una pasión que aporta lentitud y serenidad a un mundo acelerado y un tanto loco. 


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