Cortos de los Goya

 

Ver una sesión de cortometrajes es lo más parecido a leer un libro de relatos. Y hay pocas cosas más interesantes y estimulantes que leer un libro de relatos. Sobre todo, cuando son muy distintos entre sí, porque permiten transitar por historias diferentes en pocas páginas. Anoche en los Cines Renoir Princesa de Madrid, ese templo, Beatriz Martínez y José Luis Palacios organizaron un pase especial con los cortos de animación nominados a los premios Goya y con dos de los nominados en la categoría de cortos documentales. Fue una noche estupenda en la que transitamos de la prehistoria a la modernidad, de lo íntimo a lo universal, de las historias biográficas a las colectivas. 

Viendo ayer los cortos pensaba en el poco espacio que este tipo de producciones suelen tener. No suelen tener visibilidad, en ocasiones se los mira con cierto menosprecio, y generalmente ni siquiera eso, no se los contempla en absoluto, y es una pena, porque, como en cualquier otra creación artística, no importa la cantidad sino la calidad, y porque a veces la distancia corta logra transmitir y concentrar emociones que no alcanzan muchos largometrajes. También pensaba en lo arbitrario que es categorizar por géneros los cortos, o cualquier otra producción. Recordé la frase sabia y reivindicativa de Guillermo del Toro, la animación no es un género. En los Goya hay tres categorías de cortos: ficción, documental y animación. Lo cierto es que varios de los cortos nominados en la categoría de animación son más bien documentales y uno de los cortos nominado en la categoría documental está más cercano a las formas clásicas de la ficción. 

Me impactó El Buits (los vacíos, en catalán), de Isa Luengo, Marina Freixa Roca y Sofía Esteve, que se centra en la historia de Marina, madre de una de las autoras del documental, que sufrió en el franquismo bajo el llamado Patronato de Protección de la Mujer. Esta institución, ya paternalista hasta la nausea desde el nombre, nació a principios del siglo XX para atender a las mujeres víctimas de trata de personas, pero el franquismo lo transformó en un organismo para recluir a mujeres jóvenes que no iban por el buen camino a ojos del régimen dictatorial, es decir, a las mujeres libres que no encajaban en los rígidos cánones del franquismo. Impresiona escuchar esta historia y comprobar que existieron centros de reclusión en toda España. También, por cierto, que hubo empresas que se lucraron del trabajo de estas jóvenes, como El Corte Inglés, según se afirma en el documental. Un recordatorio de lo necesaria que sigue siendo la memoria historia para llenar esos vacíos que aún existen sobre nuestro pasado reciente. 

Mabel Lozano vuelve al corto con Lola, Lolita, Lolaza, en este caso, un corto de animación sobre una vivencia personal, el cáncer de pecho del que fue diagnosticada. Son muy interesantes la frescura y el tono desenfadado con el que la directora relata su historia, además de su vocación didáctica para explicar cómo funciona el maldito cáncer (ese garbanzo cabrón) y también lo inoportunos y molestos que pueden llegar a ser los comentarios bienintencionados de quienes gustan de emplear términos bélicos cuando hablan de cáncer. 

Lo mejor de Wan, el corto de animación de Víctor Monigote, además de sus virguerías técnicas, es su bello e inesperado desenlace, que le da un sentido bien diferente a lo que acabamos de ver en pantalla. Por su parte, en El cambio de rueda, Begoña Arostegui lleva a la pantalla una versión preciosa, con estética de cómic y mucha sensibilidad, el poema homónimo de Bertolt Brecht.

Por su parte, con un enfoque documental y reivindicativo, Isabel Herguera aborda en La mujer ilustrada la realidad de ciudadanas de segunda que sufren las mujeres en muchas zonas del mundo. Mujeres a las que cortan las alas, que sueñan con vivir en libertad y con un mundo que no esté regido por el opresor patriarcado. 

La sesión, que se abrió con el corto manchego Los 30 (no) son los nuevos 20, de Juan Vicente Castillejo, terminó con el emotivo Cafurné, de Carlos Fernández Vigo y Lorena Ares, una enternecedora historia sobre una niña llegada a España en patera, que resulta especialmente oportuna y necesaria en un momento en el que hay gente inhumana que decide usar el término “mena” (acrónimo de menor no acompañado) como sinónimo de delincuencia y peligros, y no de lo que realmente es, del drama de niños y niñas que lo dejan todo atrás en busca de una vida mejor, y que con frecuencia encuentran el odio, la falta de empatía y la maldad de gente que se cree superior a otra por su color de piel o el azar de hacer nacido en una parte del mundo y no en otra. El corto es precioso y, de paso, nos permite aprender el significado de la bellísima palabra portuguesa que le da título.

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