El final de la la primera temporada de La diplomática, la serie política de Netflix sobre la pareja formada por la embajadora estadounidense en Londres y su marido, dejaba claro que habría una segunda tanda de episodios. Lo mismo puede decirse de la segunda temporada temporada. No deja lugar a dudas su desenlace: habrá tercera. A lo largo de sus seis capítulos hay intrigas geopolíticas, diálogos afilados, tensión, personajes misteriosos y giros de guión.
La serie tiene en esta segunda temporada similares defectos y virtudes que en la primera. Y sigue compensando. Hay escenas que no parecen del todo verosímiles, situaciones mejor y peor resueltas, pero sigue siendo una serie trepidante, con mucha acción, con no pocas reflexiones sobre la política y las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y el resto del mundo, y todo ello con dos protagonistas, Keri Russell y Rufus Sewell que siempre convencen.
La serie sigue en el explosivo lugar en el que terminó en la temporada anterior. El impacto de lo ocurrido entonces marca las seis capítulos de esta tanda. La investigación sobre por qué ocurrió aquello, quién está detrás y cómo se puede desentrañar los secretos de aquel ataque contra un submarino británico con el que empezó la serie. De nuevo, la relación entre la embajadora y su marido, marcada por la ambición de poder y los constantes tiras y afloja, es de lo mejor de la serie. También la forma en la que ambos maquinan, entre otros, con el primer ministro británico con ardor guerrero (Rory Kinnear) y el ministro de exteriores (David Gyasi). Todo ello con el asistente de la embajadora (Ato Essandoh) intentando superar las secuelas del ataque que casi le cuesta la vida y la agente principal de la CIA en Londres (Ali Ahn). A ellos se suma Allison Janney dando vida a la vicepresidenta de Estados Unidos, quien revoluciona la serie y tiene mucho que ver con ese final impactante de la temporada.
En la serie se habla de cuestiones como la influencia rusa en Europa, el uso por parte de los gobiernos de acontecimientos unificadores como atentados, la red de relaciones geopolíticas de Estados Unidos en el mundo, las reflexiones sobre la habitual falta de ética de la alta política (“este trabajo tiene un componente moralmente repugnante”), los bulos, el a veces arbitrario y maquiavélico uso del secreto por parte de las autoridades.
La verosimilitud hace aguas a ratos, es verdad, pero tiene algo que atrapa esta historia de una diplomática un tanto desastrosa que se niega a verse como candidata a la vicepresidencia, pero que se ve empujada a ello por su marido. Quizá por la ilusión de estar viendo algo así como lo que creemos que puede ser la política, que es la misma ilusión que generaba House of Cards, por ejemplo. Quizá no es del todo realista, pero qué entretenido es siempre ver este tipo de tramas con el despacho oval, las embajadas y los ministerios como escenarios. Desde luego, entre sus claros aciertos está la capacidad de dejar al espectador con ganas de más, con la miel en los labios.
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