Estos días de delirante campaña electoral en Madrid estamos oyendo mucho hablar de libertad, generalmente a gente que no tiene demasiada idea de lo que es la libertad ni el menor escrúpulo en prostituir esta palabra. Pueden manosear cuanto quieran el término, pero no dejará de significar algo bastante más elevado que irse de cañas en mitad de una pandemia mundial. Semejante forma de banalizar la libertad es desesperante y hay una forma casi infalible de escapar de tanta estulticia: apagar la tele y abrir un libro. Por ejemplo, el que le dedicó Stefan Zweig a Michel de Montaigne, editado por Acantilado, que es una obra muy pequeña en extensión pero muy interesante y reflexiva, todo un salvavidas ante la estupidez imperante alrededor.
Impacta mucho constatar al leer el libro que Stefan Zweig dejó incompleta esta obra dedicada al autor de los Ensayos, ya que el escritor austriaco se suicidó antes de terminarla. Hay alguna página en la que leemos la nota al pie sobre el pasaje de la obra de Montaigne que quiere citar, pero no terminó de incluir. Cuenta el autor de El mundo de ayer que en su juventud leyó por primera vez los Ensayos y apreció la obra, pero sólo desde un punto de vista literario, no se vio interpelado por ella, en parte, porque entonces no consideraba necesario defender la libertad individual, la daba por hecha. “El derecho a la propia vida, a los pensamientos propios y a su expresión oral y escrita sin trabas nos parecía tan naturalmente nuestro como la respiración, como los latidos del corazón”, escribe.
La locura colectiva que terminó empujando a Zweig al suicidio, dolido por la autodestrucción de Europa, le lleva a acercarse a la obra y la vida de Montaigne de otra forma, con mucha más hondura, porque se siente identificado con esa defensa de la libertad individual, la de verdad, no esa supuesta libertad que andan por ahí cacareando algunos. “Nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar impoluta la independencia intelectual y moral en medio de una catástrofe de masas”, afirma Zweig.
La lectura de este librito se antoja especialmente necesaria en un momento como el actual, en el que el fanatismo se extiende igualmente por Europa, con nacionalismos, sectarismos y radicalismos de todo pelaje. Zweig detestaba ese cainismo, esa necesidad de situarse en un bloque o en otro, esa sinrazón que hoy tristemente encontramos a nuestro alrededor. Zweig, como Montaigne, huía de los dogmas. "No afirmar nada temerariamente, no negar nada a la ligera". La única afirmación categórica que el autor austriaco encuentra en la obra del genio francés es que "la cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo".
Zweig relata los pasajes más importantes de la vida de Montaigne, como su decisión de retirarse de la vida pública a los 38 años, la biblioteca con máximas latinas pintadas en las vigas del techo donde se retiró, el viaje que emprendió a los 48 años para encontrarse a sí mismo, o la forma en la que fue elegido alcalde de Burdeos en su ausencia. También cuando en 1585, ante la llegada de un brote de peste, tuvo una reacción nada heroica, es decir, muy humana: huyó de la ciudad. En el caso de Montaigne, su vida y su obra son una misma cosa, porque él mismo es su principal proyecto literario e intelectual. De los libros, el autor francés escribió que “son las mejores provisiones que he encontrado para este viaje de la vida”. Y Zweig, también gran lector, añade: “los libros no son como los hombres, que lo asedian y lo importunan con su palabrería y a quienes resulta difícil eludir. Si no se los llama, no vienen; puede tomar éste o aquel, a su antojo”.
De fondo, una reflexión inteligente sobre la libertad, que tanta falta hace ante los eslóganes surrealistas de algunos políticos. Por ejemplo, sobre lo difícil que es ser libre de verdad: “consciente o inconscientemente, somos por educación esclavos de las costumbres, de la religión, de las ideologías; respiramos el aire de la época”, escribe Zweig, y quedan sus palabras resonando en el aire.
Comentarios