Una quinta portuguesa, de Avelina Prat, es una rara avis. Cuesta categorizarla y tampoco es sencillo encontrar alguna película similar a ella ni en temática ni en forma. Es una película pausada, sencilla, humanista, bella y nada pretenciosa sobre la identidad y los nuevos comienzos. Una película sin sobresaltos ni grandes giros de guion, con diálogos calmados, con un tono introspectivo y existencialista, con escenas preciosas que abrazan la belleza única de la sencillez.
La película comienza cuando el protagonista, un profesor de geografía que aprende un buen tipo y al que da vida con su maestría habitual Manolo Solo, es abandonado de pronto por su mujer. No sabe adónde se ha ido ni por qué. Un buen día desaparece. No hay cartas, ni mensajes. No tenía la menor sospecha. De golpe se va y ya. Duda qué hacer, pero decide no buscar a alguien que no quiere que la encuentre. Intenta seguir con su vida, pero todo pierde sentido, así que se marcha a Portugal, en una temporada nada turística, pero no de viaje ni de turismo. Sólo a respirar, a tomar distancia, a pensar. Por casualidad, le surge la oportunidad de suplantar al nuevo jardinero de la quinta a la que alude el filme.
Decidido a superar el abandono de su mujer, a empezar una nueva vida e intentar reencontrarse, comienza a trabajar como jardinero en esa precisa quinta con árboles frutales y flores de todo tipo, al servicio de su dueña, fascinante María de Medeiros. También ella tiene detrás su propia historia de segundas oportunidades, de identidades complejas, de secretos y misterio. La vida del protagonista da un vuelco tremendo, lo deja todo, pero conecta con otra forma de vivir, con un nuevo hogar. Aprende el idioma y el oficio. Cuida del jardín. Conecta con la sencillez de esa nueva vida.
Lo mejor de la película es su tono sereno y tranquilo, que muestra confianza en el espectador. No es una película para quienes buscan efectos especiales, grandes sorpresas o intrigas trepidantes. Es todo lo contrario. Una historia tranquila, calmada, sosegada, muy apoyada por la contención interpretativa de sus dos protagonistas. Se toma su tiempo la directora para contar la historia y no cae nunca en subrayados innecesarios. Los diálogos, nunca obvios, siempre muy bien escritos e interpretados, son la fuerza de la película. Eso y, por supuesto, esa quinta, esa belleza paisajística y natural, que recuerda que a veces basta con rodearse de árboles y plantas para distanciarse de las prisas y los agobios del día a día, también para superar traumas o vuelcos vitales.
El filme gira en torno a la idea de las segundas oportunidades. Tanto él, que se aleja de su casa cuando ésta se vacía de repente por el abandono no explicado de su mujer, como ella, que procede de Angola y durante buena parte de su vida no se sintió ni africana ni portuguesa, han tenido que reconstruir su propia vida, han tenido que comenzar de nuevo. Y ambos han conectado con la sencillez de una hermosa quinta tan bella como exigente, porque requiere muchos cuidados. Es una película hermosa que invita a la reflexión y que permite, en sí misma, bajar los decibelios y las revoluciones, lo cual ha de por sí es un mérito enorme en estos tiempos nuestros.

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