The Newsroom

 

He visto The Newsroom más de diez años después de su estreno. No sólo se ha convertido en una de mis series preferidas de siempre, sino que me ha asombrado la forma en la que la producción de Aaron Sorkin retrató su tiempo y, sobre todo, se adelantó a lo que venía. Todo está en The Newsroom. La radicalización política que comenzó con el Tea Party y llevó después al delirio Trump queda retratada a la perfección en esta historia sobre la redacción de un canal televisivo de noticias que se empeña en hacer algo revolucionario: contar las noticias. Es decir, hacer periodismo riguroso en vez de buscar audiencia desesperadamente, sin temor a incomodar al poder, sin obsesionarse con la cuenta de resultados.  

Es difícil que una serie sobre periodistas no me guste, la cabra tira al monte, pero ésta me ha fascinado. Por su forma de retratar nuestro tiempo, con una lucidez asombrosa. Y por ese aire quijotesco, con mención expresa al libro de Cervantes durante toda la serie, que transmite ese grupo de locos periodistas decididos a combatir el fanatismo, la polarización, la banalidad y la manipulación imperantes. El diagnóstico que hace la serie es de una precisión y de una vigencia absolutas. Estábamos y seguimos exactamente ahí, exactamente ahí. 

Uno de los aciertos de la serie es dar el protagonismo a un presentador estrella que se declara republicano, interpretado por Jeff Daniels. Llevaba un tiempo empeñado en elevar el rating de audiencia y en no incomodar a nadie, hasta que por iniciativa del director del canal (Sam Waterston), otro apasionado del periodismo serio y riguroso, vuelve a trabajar con su antigua productora (Emily Mortimer), que resulta que también fue su pareja hasta hace unos años. Pese a las tiranteces iniciales, los tres junto a su equipo ponen en marcha un nuevo proyecto informativo que se dedica, precisamente, a eso, a informar. Y es todo un éxito. 

La serie, que tiene una escena inicial muy poderosa, está tan bien escrita como todas las producciones de Sorkin, con diálogos muy ingeniosos y ágiles. Las tramas juegan con la tensión no resuelta entre el presentador estrella y su productora, por un lado, pero también entre otros personajes. Esos líos sentimentales, aunque a nadie le amarga un poco de salseo, es casi lo menos valioso de la serie, lo más convencional. Están bien, tiene su gracia y aportan un hilo conductor a lo largo de sus tres temporadas, pero no reside ahí su enorme valor. 

The Newsroom toca muchos temas y en todos ellos muestra una lucidez extraordinaria. El hecho de que el presentador sea republicano permite señalar el radicalismo delirante del Tea Party, entonces, hoy disparado con el trumpismo, que ha terminado arrinconando a las posturas conservadoras más moderadas. Es decir, ser republicano, o de derechas, pasa a ser a ojos de esta gente, sinónimo de insultar a los inmigrantes, abrazar los bulos, negar el cambio climático, afirmar que no existe el machismo o atacar a las personas LGTBI. La tragedia es que entonces era una posición minoritaria, ruidosa, pero minoritaria, dentro del Partido Republicano, mientras que hoy es la que ocupa La Casa Blanca y es imitada sin disimulo por formaciones de extrema derecha en todo el mundo

La serie aborda cuestiones como la polarización, la inmigración, el patriotismo, el tratamiento de los sucesos en televisión, el papel de la religión en la sociedad, la forma de gestionar una filtración de documentos secretos, las denuncias anónimas o eso que se vino a llamar periodismo ciudadano, que nunca fue exactamente ni una cosa ni la otra. Además, se tratan historias reales ocurridas en el tiempo en el que se enmarca la serie como el auge del Tea Party, la Primavera Árabe, la operación militar que acabó con la vida de Bin Laden, las filtraciones de Edward Snowden, los atentados de Boston o el movimiento de protesta Occupy Wall Street

Estoy seguro de que The Newsroom habría sido tildada de woke, si entonces se hubiera usado ese término, por toda esa gente que considera aberrante cualquier discurso que defienda el rigor, los Derechos Humanos o la honestidad a la hora de contar los hechos. Y no faltará quien le eche en cara que es una serie idealista. Pero es que esto no lo esconde. Su espejo es el Quijote. Hablan, medio en broma, medio en serio, de una misión civilizadora. Se sienten con un barco con un boquete del que tienen que achicar agua a medida que entra, unos supervivientes de un modelo antiguo y pasado de moda para muchos, pero esencial para la democracia. La serie es muy didáctica para quien no conozca cómo funcionan los medios de comunicación o cuáles son los principios básicos del ejercicio del periodismo, y totalmente adictiva para quienes compartimos esa visión del periodismo como servicio público, como pilar esencial de la vida en democracia. Es fascinante lo que cuenta la serie y cómo lo cuentan, sus escenas trepidantes en los directos del informativo, sus peleas con los despachos, sus diálogos, su cobertura de una noche electoral. Ojalá la serie hubiera tenido ocho o nueve temporadas en vez de tres. Ojalá siguiera hoy en día. Porque es extraordinaria y por la lucidez con la que retrata la realidad de nuestro tiempo, en el que una de las últimas esperanzas sigue siendo el buen periodismo. 

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