Cada trabajo de Alauda Ruiz de Azúa es incluso mejor que el anterior. Y no es fácil. Tras la magnífica Cinco lobitos, en la que la directora se acercó con exquisita sensibilidad y mucha verdad a las relaciones materno filiales, y la portentosa Querer, miniserie en la que aborda los abusos sexuales dentro del matrimonio, acaba de estrenar la soberbia Los domingos, ganadora de la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián.
Es una de esas películas de las que no puedes dejar de hablar cuando sales del cine. Y eso es un síntoma indudable de su calidad. La autora ha contado en varias entrevistas que le gusta hacer películas sobre temas que desconoce, que la intrigan, porque no quiere dar respuestas sino plantear preguntas. Siempre trata como adultos a los espectadores y construye personajes reales, nada arquetípicos. Huye de los panfletos y de las historias de buenos y malos. Es clara su vocación de no tomar partido, sólo de exponer lo que sienten y piensan los distintos personajes en situaciones complejas, sin juzgarlos nunca.
Si algo tienen en común hasta ahora los trabajos de Ruiz de Azúa, aparte de su calidad y de su forma sutil e inteligente de plantear las tramas, es que sitúa a la familia en el centro. Refleja como pocos cineastas las dinámicas familiares, sus roles definidos, su peso en la vida de todos los que la componen, sus virtudes y defectos, sus afectos y ataduras. Con sutileza y maestría, nunca con retratos de brocha gorda. Tomándose su tiempo, atendiendo a los detalles. Aquí, de nuevo, uno de sus grandes aciertos es la forma de rodar las relaciones dentro de la familia.
La protagonista de Los domingos es Ainara, a quien da vida la debutante Blanca Soroa, que borda el papel. Tiene 17 años y se plantea ser monja de clausura, lo que causa un fuerte impacto en su familia. Su tía, atea, a quien da vida la siempre inmensa Patricia López Arnaiz, ha sido como una madre para ella desde que ésta se quedó huérfana de madre siendo niña. La noticia le causa un shock, igual que a la abuela de la joven (Mabel Rivera), que siente que echará mucho de menos a su nieta. Algo distinta es la reacción de su padre (Miguel Garcés), un hombre obsesionado con el dinero, que parece andar con otros cálculos e intereses. Ainara escucha en su proceso de discernimiento al sacerdote de su escuela (Lier Alava) y a la madre superiora del convento en el que quiere entrar (impecable como acostumbra Nagore Aranburu).
El sobrio retrato de la historia se ve reforzado por la decisión formal de que todos los planos tengan unos encuadres muy concretos, sin aire por encima de los personajes, muy opresivo, como si todos estuvieran enclaustrados, cada uno a su manera. Se suceden entonces los diálogos sobre la decisión de la joven. También los silencios, las tensiones soterradas, los afectos y los miedos. A su manera, todos los personajes de la película hacen lo que creen que es mejor y actúan por amor. La mayoría de ellos también actúa de forma algo sibilina para intentar convencer a la joven de que tome una decisión o la contraria. Casi ella parece la única sin dobles intenciones ni cálculos.
De todos modos, no se juzga a los personajes en ningún momento, de tal forma que se puede salir del cine con una posición o la contraria, o con dudas y posturas más matizadas, sobre todo, creo, así, y ésa es la gran virtud de la película. Hace dudar, invita a la reflexión. Inevitablemente, también depende mucho desde qué lugar ves el espectador la película, desde cuál sea su relación con la religión o la fe, aunque sería una pena, un desprecio impropio de la calidad del filme, que la gente la valorara sólo en función de si refleja más o menos sus ideas. Va más allá, es mucho más profundo. Lo prodigioso de la película es que creo que consigue agitar a unos y a otros. Lo mejor es que genera conversación y da que pensar a todo tipo de espectador, salvo al que decida ver la película con papel y lápiz para subrayar aquellos puntos en los que crea que le da la razón o se la quita.
La película se toma en serio y trata con respeto lo que siente la joven, pero también lo que piensa su familia. Nadie es héroe ni villano, santo ni diablo. O no del todo. Es mucho más rico, tiene un enfoque mucho más matizado e inteligente. Por eso me gustan especialmente los silencios de la película, lo que no cuenta, lo que sucede fuera de plano, lo que el espectador va descubriendo poco a poco. Deliberadamente evita ya no sólo una toma de postura concreta, sino también cualquier atajo narrativo que sirva para dejar clsras sin ambigüedades las motivaciones de las decisiones y actitudes de cada personaje. Hay elementos que están ahí: la pérdida de su madre cuando era niña, el entorno religioso de su colegio, las relaciones familiares, la obsesión con el dinero de su padre, su sentimiento de plenitud cuando se encuentra en el convento… Cada cual saldrá del cine con sus preguntas y sus reflexiones, con ganas de hablar de la película sin parar, de recomendarla y de volver a verla.
A la mayoría de las personas, incluidas muchas que sean católicas, nos puede sorprender que una joven hoy en día decida meterse a monja de clausura. Como la gran cineasta que es, Ruiz de Azúa ha decidido partir de esa sorpresa para crear una extraordinaria película que no toma partido ni juzga a nadie, que trata como adulto al espectador y que aborda un tema poco tratado en el cine reciente, quizá con la excepción de La llamada, en la que los Javis contaban en formato musical alocado y genial una vocación religiosa y otro despertar diferente.
Con su última película Ruiz de Azúa nos refuerza una idea que ya teníamos clara, que debemos seguir de cerca sus próximos pasos, porque sabemos que, sea cual sea la historia que trate, lo hará desde una mirada honesta y respetuosa con la inteligencia y la madurez del espectador.

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