Cuando comenzó anoche la representación de Giselle en la Ópera Garnier de París faltaba media hora para que el primer ministro Lecornu contara a los franceses en televisión si había logrado romper el bloqueo en el que se encuentra el país. Nadie parecía precisamente en vilo por ello en el imponente teatro parisino. Y no se trata, por supuesto, de frivolizar ni de restar importancia a la compleja situación política francesa, que muchos ven como una profunda crisis de régimen, sino de remarcar cómo la cultura trasciende coyunturas y períodos históricos. El Palacio Garnier fue inaugurado en 1875 y el ballet de Giselle se estrenó precisamente en París todavía antes, en 1841, así que lleva casi dos siglos cautivando a espectadores de todo el mundo y de todos los tiempos. Pasarán los primeros ministros, la situación política cambiará aquí y allí, pasaremos todos, pero la cultura, su verdad, siempre permanecerá.
Giselle, una de las piezas más populares del ballet clásico, creada por Julen Perrot y Jean Coralli, es siempre un reto, precisamente, porque lleva mucho tiempo representándose y han sido innumerables sus versiones. Esta historia romántica del amor más allá de la muerte, con dos actos muy diferenciados, es muy conocida por el público aficionado y no es fácil sorprender. Recuerdo con emoción la versión del English National Ballet de Tamara Rojo que pude disfrutar en el Liceu de Barcelona hace tres años. Fue un sueño cumplido, como lo fue poder asistir anoche en el imponente palacio Garnier a la representación de Giselle del Ballet de la Ópera de París, dirigido por el español José Martínez desde 2022.
La compañía tiene más de tres siglos de historia, ya que sus orígenes se remontan a la Academia Real de Danza creada por Luis XIV, el rey Sol, en 1661, para cuidar al ballet, un arte que había importado de Italia la reina Caterina de Médici en el siglo XVI. Hoy el Ballet de la Ópera de París cuenta con 154 bailarines que tienen una edad media de 25 años. Ellos son los continuadores de esta historia centenaria, así como los componentes del Junior Ballet, que pudimos disfrutar hace unos meses en los Veranos de la Villa de Madrid, son su cantera. Y ellos tienen la responsabilidad de mantener viva la tradición no conservándola en un altar intocable, sino renovándola, preservando la fortaleza única de los clásicos, sin miedo a aportar nuevas miradas, a jugar con ellos.
Impone nada más entrar la majestuosidades del Palacio Garnier, uno de los teatros de ópera más bellos del mundo. Sin duda, el deslumbrante escenario sobrecoge y predispone al público, pero la adaptación de Giselle que firman Patrice Bart y Eugène Polyakov es deslumbrante y la interpretación del Ballet de la Ópera de París resulta hipnótica. Es la suya una versión muy fiel al clásico, con la recreación de ese pueblito en la fiesta de la vendimia en su primer acto y del bosque con aire fantasmagórico en el segundo. Se entiende bien al verlos en acción por qué el Ballet parisino es considerado una de las mejores y más prestigiosas compañías del mundo. Acarician la perfección en cada paso.
El amplísimo escenario aparece con una imponente y muy cuidada escenografía, que es parte esencial de la representación, igual que la música exquisita de Adolphe Adam, interpretada con excelencia en en foso. Es la música la que marca el tono narrativo de la historia, de la alegría y el aire festivo de la primera parte al tenebroso y trascendente de la segunda. Fascina su capacidad de transmitir sentimientos y emociones. El espectáculo es un festín para los sentidos y en él todo es importante, pero sin duda la música juega siempre un papel central y anoche fue impecable. También impresiona la iluminación, la forma en la que se hace de noche, los reflejos de las sombras sobre el escenario en el segundo acto, el modo en el que todos los factores juegan a favor de la historia.
Por supuesto, también el cuerpo de baile. Hay varios pasajes de enorme lucimiento colectivo avanzado el primer acto y casi nada más empezar el segundo. Son pasos de esos en los que el espectador queda boquiabierto por la exhibición de armonía y sincronización. Impresionante. En el primer acto, resaltan algunos momentos de pausa en los que todos los personajes, salvo Giselle, quedan congelados. En el segundo, el más famoso pas de deux de este ballet y también varios momentos soberbios de los bailares estrella, en medio de ese aire espectral de las Willis, los seres espirituales que habitan el bosque. En la representación de anoche, Hannah O’Neill defendió con brillantez el papel de Giselle, igual que hicieron Milo Avêque con el de Albrecht, Roxana Stojanov con el de Myrtha, la reina de las Willis, y Jérémy-Loup Quer con el de Hilarion, el otro enamorado de la protagonista.
Los 55 minutos de cada acto, con 20 minutos de descanso, se pasan volando y dejan al espectador en un estado de asombro y fascinación por lo que ha tenido el inmenso privilegio de presenciar. Termina la representación con una gran ovación, a pesar de que una parte no menor del público prefiere sacar su móvil para hacer fotos y grabar vídeos antes que aplaudir la fulgurante función a la que acaban de asistir. De eso no tenían cuando este ballet se estrenó en 1841.
Cuando salgo de la Ópera Garnier, totalmente extasiado, pienso que el ballet se parece en su asombrosa e inagotable capacidad de generar belleza y armonía a Venecia, en la que estuve hasta hace unos días, y a Paris, de la que sigo disfrutado en un viaje del que escribiré en los próximos días en el blog. Y también pienso que es justo eso, belleza y armonía, lo que necesitamos en estos tiempos, no tanto para evadirnos un rato de la gris realidad, que tampoco está mal, sino también para recordarnos que el ser humano, capaz de los mayores horrores, divisiones y disparates, puede también crear espectáculos tan hermosos como esta Giselle del Ballet de la Ópera de París que siempre recordaré.
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