De Venecia a París (I)

 

A simple vista, Venecia y París no se parecen. Porque ningún lugar del mundo puede parecerse a Venecia, una bella y única anomalía, una especie de milagro flotante, y porque ninguna ciudad puede tampoco asemejarse a París, por más que muchas hayan intentado imitarla sin disimulo a lo largo de la historia. Sin embargo, es quizá esa imposibilidad de que otras ciudades se parezcan a Venecia y París y, por lo tanto, de que ambas se parezcan entre sí, la primera de una serie de similitudes entre la ciudad de los canales y la del Sena



Estos últimos días las he vuelto a visitar ambas, totalmente deslumbrado, y comienzo hoy una serie de artículos con ese juego de espejos entre dos ciudades de insultante belleza. Dos ciudades presentes en la obra de Proust y de tantos otros literatos, llenas de historia, misterio, belleza y cultura. Dos ciudades que llevan siglos inspirando  a artistas de todo el mundo, cuyos nombres son sinónimos de estampas singulares, paseos encantadores, recuerdos únicos y magnífica gastronomía. Dos ciudades con multitud de monumentos y museos, pero cuyo principal e irresistible encanto reside en pasear y perderse por sus calles, a lo flâneur, esa figura literaria del paseante sin rumbo fijo por las calles parisinas. 



Lo de perderse es mucho más común y fácil en Venecia. Raro es encontrar un turista que no lleve permanentemente abierta en su móvil la aplicación Google Maps o incluso con mapas en papel. Porque no es sencillo orientarse en esta laberíntica ciudad que en realidad está compuesta por 117 pequeñas islas, conectadas entre sí por más de 400 puentes. Es tan laberíntica y es todo tan bello alrededor que uno al caminar por Venecia siente que ha caído en una especie de hechizo o encantamiento, como si un mago fuera haciendo aparecer a tu paso todos esos paisajes y rincones únicos, porque no parece concebible que exista de verdad tanta belleza junta en una misma ciudad.



Cuentan que Hugo Pratt, criado en Venecia y padre de Corto Maltés, siempre improvisaba en los viajes, y es a lo que invita Venecia. Así uno descubre que allí sólo hay una plaza, la de la basílica de San Marcos, y que el resto serán campos o campellos, en función de su tamaño. Conocerá los traghettos, que permiten cruzar el gran canal de una ribera a otra. Cogerá más de un vaporetto y cruzará tantas veces como pueda, entre el asombro y la fascinación, los puentes de Rialto y de la Academia.



Así, paseando por sus calles de día y de noche, dando vuelta atrás si de pronto se topa con un canal y ha tomado el cruce que no era, es como uno se enamora de esta ciudad legendaria, abierta, portuaria y cosmopolita, la ciudad del Carnaval sin ley, la que fundaron sobre la laguna unos refugiados que huían de las invasiones bárbaras. El asombro comienza desde que uno cruza en bus o en tren el puente que une el aeropuerto con la ciudad, la tierra firme con la Serenísima. Es ahí cuando se siente la primera gran impresión de Venecia, al pasar como por arte de magia de una ciudad normal, con sus calles, comercios, casas y carreteras, a un paisaje deslumbrante, a la promesa cumplida de una belleza apabullante. Desde que se cruza ese puente abierto a la laguna, uno queda ya atrapado por esta ciudad de postal, de no creer. 



Venecia está aislada de la tierra, de las ciudades normales y corrientes, y eso se nota por la cantidad de puentes que uno puede cruzar a lo largo del día y también por distintas escenas cotidianas singulares. Sorprende ver el reparto de comida para los restaurantes a través de embarcaciones por los canales, que es también por donde se desplazan los bomberos y las ambulancias. Por todas partes, góndolas y también la bandera de Venecia, que representa el león alado de san Marcos y que tiene seis flecos, uno por cada barrio de la ciudad (Cannaregio, Castello, Dorsoduro, San Marco, San Polo y Santa Croce), el mejor plan es dejarse llevar. Sería interminable escribe aquí qué rincones, plazas (perdón, campos), palacios o puentes me han gustado más. Cuanto más se camine y se pierda uno por Venecia, mejor. No deja nunca de sorprenderte porque nunca dejas de descubrir nuevos lugares o de mirar como si fuera la primera vez aquellos por los que sí habías pasado. Basta alejarse mínimamente de las zonas más turísticas para pasear entre canales casi sin gente alrededor y para ver a niños jugando al fútbol en las calles, encontrar puestos de pescado callejeros y ver a los venecianos hacer su vida diaria, porque esta ciudad sigue siendo más que un decorado para visitantes o una ciudad museo.  



Venecia tiene seis barrios, o sestiere, y París, 20 distritos, arrondissements. Son ambas dos ciudades libres, orgullosas, cosmopolitas y rebeldes. Dos ciudades con identidades propias muy marcadas en las que sus habitantes se sienten antes venecianos o parisinos que italianos o franceses. París es posiblemente la única ciudad del mundo a la que se puede ir después de visitar Venecia sin sentir una añoranza insuperable por la ciudad de los canales. Puestos a volver a la tierra firme después de unos días de ensueño entre canales y palacios, que sea en París, donde uno camina siempre maravillado mirando hacia arriba, contemplando las fachadas de los edificios y la permanente invitación a la belleza de sus calles. 



Si hay que decir adiós a Venecia, en fin, es todo un alivio que sea para regresar a París, una ciudad única, a la que además le sienta especialmente bien el otoño. Estos días, como escribió Octavio Paz, “el otoño marchaba hacia el centro de París con seguros pasos de ciego”. Y era maravilloso. A diferencia de lo que ocurre en Venecia, en París, sí hay coches, muchos, pero cada vez  se perciben más los efectos positivos de una política clara que busca ampliar los espacios peatonales y los carriles bici. París es cada vez más paseable y habitable, lo que agranda aún más sus múltiples atractivos. 



Volver a París es, por supuesto, sinónimo de volver a Montmartre, la colina, esa ciudad rebelde y con personalidad propia en medio de la ciudad, plena de historia, que acogió a tantos artistas y por donde pasaron, ofreciendo un espectacular singular, la prueba en ruta de ciclismo de los Juegos Olímpicos del año pasado y la etapa final del Tour de Francia hace unos meses. Montmartre, resplandeciente pese a estar llena de turistas y a haber cedido demasiado espacio a las terrazas en la bellísimas Place du Tertre, sigue cautivando. Por sus callecitas y por los ecos de su pasado. Coronada por la basílica del Sagrado Corazón, imponente, hoy destino turístico por encima de cualquier otra cosa, pero también lugar de culto y símbolo de la represión de la Comuna de París de 1871, todo a la vez. Esta vez encontramos por primera vez abierta la bella Iglesia de Saint-Pierre, que sin duda también merece una visita. Volver a Montmartre es imperativo por más veces que uno regrese a París, que nunca serán suficientes. 



A París, entre otros muchos encantos, no le faltan pulmones naturales en medio de la gran ciudad. Regresamos, por supuesto, a los Jardines de Luxemburgo, con su rincón de la Fuente Medici, sus bellísimos parques floreados frente al Senado francés, su lago y sus vistas de la Torre Eiffel. 



Esta vez visitamos por primera vez los impresionantes jardines del Palais-Royal, con poemas en las sillas, y el precioso parque Morceau, que fue ordenado construir por el duque de Chartres en 1778, con diseño de estilo inglés de Louis de Carmontelle. Se lo conoció al principio como la Folie de Chartres (la locura de Chartres), por sus peculiares guiños a distintas culturas. Es un parque singular con aire clásico y esculturas, rodeado de calles con nombres de pintores que refuerzan aún más su belleza y su peculiaridad. 



Ya dijo Hemingway, con razón, que París no se acaba nunca, así que a los lugares amados de visitas anteriores, como el Barrio Latino o los jardines de las Tullerías, sumamos esta vez otros que habían quedado pendientes, como la armoniosa  plaza de los Vosgos, la más antigua de París, o la coqueta y encantadora isla de Saint Louis. Otro parecido con Venecia, por cierto, esto de las islas. Como la Isla de la Cité, donde está Notre Dame, o los canales como el de Saint Martin, también navegable.



Más allá de la presencia del Sena como arteria central de la ciudad, se vuelve de Venecia tan cautivado y extasiado que durante los primeros días en París, al asomarme al balcón de la habitación que da al boulevard de Montmartre uno espera encontrarse con un canal. Venecia y París, en fin, dos ciudades parecidas por su esplendorosa belleza, que conviene visitar en estas fechas, ya fuera de la temporada alta turística. 

Mañana, segundo artículo de esta serie con la que quiero plasmar los recuerdos de un viaje memorable de Venecia a París, centrado esta vez en la categoría libresca y literaria de ambas ciudades. 

Comentarios