Este verano, OpenAI presentó ChatGPT 5 con la parafernalia habitual en estos casos. A los pocos días, los usuarios se quejaron por su cambio brusco en la forma de tratar a los internautas respecto a la versión anterior. Donde antes había complacencia y afán por pelotear al usuario, ahora de pronto había frialdad y tono distante. Las protestas fueron tan intensas y tan numerosas que la compañía tuvo que recuperar la versión anterior, para ofrecérsela a los más nostálgicos de una IA que siempre les diera la razón, y poco después anunció un nuevo desarrollo para que ChatGPT 5 fuera más simpática y complaciente. Muchos descubrimos entonces que hay personas que consideran a la IA su amiga, incluso que hacen terapia con ella.
Si hubiéramos leído el párrafo anterior hace unos años, no tantos, pensaríamos que se trata de una novela de ciencia ficción, que siempre ha tenido mucha querencia por fabular sobre la relación entre las personas y las máquinas. Sin embargo, es todo real. Inquietantemente real. Esta intensa relación de muchas personas con la Inteligencia Artificial es real, como lo es que hay denuncias de familias que aseguran que sus hijos consultaron con la IA sus planes suicidas poco antes de poner fin a su vida, y después de que las respuestas no fueran precisamente alentadoras. En un mundo en el que la IA acapara semejante influencia, en el que predominan los discursos de fascinación boba y acrítica por la tecnología, ¿qué papel puede jugar la literatura, ésa que durante tantas décadas ha predicho el futuro y ha reflexionado sobre la sociedad y su rumbo con historias de ciencia ficción? ¿Qué ficción va a poder competir con esta distópica realidad?
Klara y el Sol, el libro de de Kazuo Ishiguro, editado por Anagrama con traducción de Mauricio Bach, responde en cierta forma a esas preguntas. Porque, en efecto, los periódicos son a diario un trasunto de novelas distópicas e historias que parecen sacadas de un libro de ciencia ficción muy fantasioso, pero la literatura sigue teniendo mucho que decir sobre nuestro tiempo. En esta obra, la primera desde que recibió el Nobel de Literatura, Ishiguro imagina un mundo no tan alejado de la realidad en la que muchas personas consideran que una IA es su amiga o su psicóloga.
En el libro, los niños quedan al cuidado de Amigos artificiales (AA). Robots que, como Klara, los acompañan hasta que van a la universidad. Ella es una AA especialmente observadora, que parece percatarse más que el resto de las motivaciones, anhelos y temores de los humanos. Se da cuenta, por ejemplo, de su miedo a la soledad. Y de los vínculos que establecen entre ellos. De sus mentiras y sus medias verdades. Tras un primer capítulo en el que espera quien la compre en una tienda, asistimos a la llegada de Klara a la casa de Josie y su madre.
Reconozco que me costó entrar en el libro, pero también creo que uno de sus grandes méritos es la forma en la que va dosificando la información. Es todo un poco confuso, se nos va mostrando este mundo distópico siempre sugiriendo más que contando. Se habla, por ejemplo, de reuniones de interacción organizados para jóvenes, de niños que han sido mejorados y otros que no, de pájaros artificiales, del sol como fuente de energía y vida con propiedades casi mágicas…
Lo más interesante del libro, aparte de la construcción de ese mundo y del relato de lo que sucede desde el prisma de Klara, que es muy observadora, pero que no deja de ser una Amiga Artificial, llega en su último tercio. No conviene destriparlo, claro, así que sólo diré que es un dilema ético ligado con el uso de la tecnología, en este caso, de los Amigos Artificiales de la novela, cuyo rol en la sociedad imaginada por Ishiguro no dista tanto del que muchas personas le dan a ChatGPT, hasta el punto de que caen en depresiones cuando su IA de confianza deja de ser simpática. Al final, cuanto más desquiciado es nuestro mundo, más necesitamos a la literatura para descifrarlo.

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