La vida instrucciones de uso


Hace unos años, en uno de mis últimos viajes a París, viajaba en tren por unas vías elevadas por la capital francesa cuando ya había anochecido. Durante algún tramo, el tren pasaba a la altura de las casas, ya iluminadas, lo que permitía imaginar cómo sería la vida de aquellas personas cuyos salones podía ver fugazmente. Era como si, de repente, un edificio entero se abriera a los ojos y a la imaginación del viajante que en aquel momento se asomara por la ventana del tren. Recordé este instante precioso al leer La vida instrucciones de uso, de George Perec, en la edición del 40 aniversario de Anagrama, con traducción de Josep Escué y prólogo de Pablo Martín Sánchez. 

He quedado prendado por el libro, que he leído gracias a una entusiasta recomendación en la librería Pérgamo, en Madrid. Del autor francés sólo había leído hasta ahora Me acuerdo, un librito encantador que me gustó mucho en el que Perec recopiló de forma lírica recuerdos de su infancia y su juventudes, algunos de los cuales pueden ser, reconoce, “objetivamente falsos”. 

La vida instrucciones de uso es uno de esos ochomiles literarios que, como las grandes cimas que ambicionan los escaladores, atraen e imponen a la vez. Una novela de novelas con una estructura compleja, con más de 1.500 personajes y más de 500 páginas. De entrada, abruma, asusta un poco, pero sin duda vale la pena superar el vértigo, porque el libro es un auténtico festín literario, una soberbia explosión de imaginación y talento narrativo.

Lo que más me ha gustado del libro es precisamente eso, que está lleno de virtudes puramente literarias. Es un libro imposible de adaptar al cine o al teatro. Es literatura en toda su esencia. Unas historias conducen a otras, es un festival para el lector. No hay ni un sólo diálogo, sólo descripciones exhaustivas y un sinfín de historias engarzadas página tras página, que tienen en común su relación con un espacio físico muy concreto. 

La novela se ambienta en el número 11 de la ficticia calle Simon-Crubellier de París, poco antes de las ocho de la tarde del 23 de junio de 1975. El autor narra las vidas de los inquilinos actuales y pasados de ese bloque de viviendas. Se sirve de cualquier objeto para contar historias, una detrás de otra, en una sucesión deliciosa de relatos. Perec tardó cerca de una década en escribir la obra, desde 1969 hasta 1978, y respetó de forma escrupulosa una compleja estructura a la hora de ir moviéndose por el bloque, que el lector no necesita conocer para disfrutar del libro y que no debería echar para atrás a nadie. Perec formaba parte del movimiento literario Oulipo, cuyos miembros se imponían contraintes, restricciones, para complicarse un poco la vida y construir artefactos literarios singulares. 

Son muchos los personajes del libro, que se puede considerar un retrato costumbrista de la sociedad francesa del siglo pasado, pero que es, sobre todo, una novela de novelas, un regalo para cualquier amante de la literatura. Se habla de historia, de sucesos reales, hay cierto retrato del clasismo, hay muchas referencias culturales… Pero, sobre todo, lo que prevalece es ese torrente literario de mil y una historias, a cual más singular. 

La novela no puede ser más coral, aunque algunos personajes tienen más protagonismo que otros. Destaca, sobre todo, Bartlebooth, empeñado en una misión alocada que tiene no pocos paralelismos con el propio proyecto literario de Perec. “Imaginemos a un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir”, que “decidió un día que que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad”, leemos

Bien, Bartlebooth decidió dedicar 20 años de su vida, de 1935 a 1955, a recorrer el mundo y pintar una acuarela cada quince días hasta llegar a 500 marinas que representan puertos de mar. Cada vez que terminaba una de ellas, se las enviaba a Gaspard Winckler, que las pegaría a una capa de madera y la recorrería para formar con ella un puzzle de 750 piezas. Después, durante otros 29 años, de 1955 a 1975, Bartlebooth, ya de vuelta a Francia, se dedicaría a reconstruir los puzzles, uno cada quince días. A medida que lo hacía, trasladaba las marinas al mismo lugar en el que fueron pintadas y allí las sumergiría en una solución detersiva, de la que saldría una simple hoja de papel Whatman intacta y virgen. 

Pero hay muchos otros personajes de lo más variopinto, como el señor Échard, “viejo bibliotecario jubilado cuya chifladura consistía en acumular pruebas que demostrasen que Hitler estaba vivo. Y tantos y tantos otros, artistas y sirvientes, ricos y pobres, felices y tristes, ancianos y jóvenes, vivos y muertos. 

La vida instrucciones de uso, en fin, es un libro colosal, enormemente ambicioso, único en su especie, uno de esos libros justamente venerados por la crítica que vale mucho la pena afrontar, aunque de primeras impongan cierto respeto. Ya no volveré a pasear por París, o por cualquier otra ciudad, sin acordarme de este libro ni preguntarme qué vidas, presentes y pasadas, se esconderán tras la fachada de cada edificio

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