Mapa de soledades, de Juan Gómez Bárcena, es un libro extraordinario. El ensayo, editado por Seix Barral, es de esos que le hacen al lector sentirse inmensamente afortunado, de los que le recuerdan todo lo que la literatura aporta a la vida, cómo puede un libro ayudar a reflexionar, a mirar el mundo de otra forma, de la mano de una prosa precisa y bella. Combina esta obra una curiosidad desbordante con un cautivador estilo narrativo. Es fabuloso. Un libro para dejarse llevar y con el que, cuando se va llegando al final, es inevitable intentar espaciar más y más la lectura porque da pena terminarlo. Luego uno entiende que, como ocurre con todos los libros que le han marcado, en realidad nunca terminan del todo.
No es un libro autobiográfico, o no sólo, o no especialmente, pues está lleno de historias de soledades de todo tipo, pero el autor también habla aquí de su “intenso deseo de estar acompañado, entreverado con el intenso deseo de que me dejen en paz”. Habla del propio proceso de creación del libro, de sus viajes y recuerdos, de su relación con esos diversos ejemplos de soledad en el tiempo y en el espacio que circulan por las páginas. El autor cita una encuesta realizada en 2023 según la cual una cuarta parte de la población mundial se siente sola. No extraña que se conozca a la soledad no elegida como la gran epidemia del siglo XXI.
La soledad, claro, tiene muchas vertientes, muchas caras, muchos matices. Y se diría que Gómez Bárcena los recorre todos en las cerca de 400 páginas de este libro ameno, divulgativo y muy original. El autor establece una diferencia entre la experiencia de sentirse solo (soledad) y el estado de soledad sin connotaciones negativas (solitud); esta última es una palabra ya en desuso. En todo momento, cuando se habla de la parte más gris de la soledad, de la más dolorosa, se habla siempre de soledad no deseada.
Como dice el autor en la bibliografía y los agradecimientos, este libro sobre la soledad está poblado de personas. Comienza la obra con el suicidio en un hotel de Buenos Aires de María Elena Quiroga, la última hija viva del escritor Horario Quiroga, quien se había instalado décadas atrás en la selva de Misiones. Una familia atravesada por la soledad y el suicidio. Eso lleva al autor a hablar de los guardaparques disfrazados de turistas para evitar suicidios en las cataratas de Iguazú o a conocer que más de diez mil indígenas en situación de aislamiento en la selva amazónica. También cuenta la historia del Hombre del Agujero, que vivió solo en la brasileña reserva Tanaru y cuya muerte se conoció el mismo día de 2022 que el autor llegó a la selva de Misiones.
Son tantas y están tan bien contadas las historias vinculadas a la soledad que narra este libro que mencionarlas todas haría interminable esta reseña, así que me quedaré sólo con unas pocas. Me ha gustado especialmente, por ejemplo, la relación entre la creación de la primera ciudad hace ocho mil años y el nacimiento de la soledad. Si se condensara la historia de la humanidad en un día, las primeras ciudades no surgieron hasta las once horas y seis minutos de la noche, cuenta el autor. Y con la ciudad nació también el concepto de anonimato. Antes sencillamente era imposible no conocer a alguien con quien te cruzaras en la aldea, el pueblo o la tribu. La vida urbana tiene una parte estupenda, ser uno mismo, libre de ataduras, pero si se cronifica, puede conducir a una de las peores soledades.
El autor, que muestra en todo el libro su afición por jugar con las palabras, le da una nueva aceptación al término en desuso “soledumbre” para definir la soledad que se siente rodeado de una muchedumbre. Y en pocos lugares esto es más claro que en la gran ciudad. Así lo expresa en esta cita, que es un poco larga, pero que creo que vale la pena, porque refleja muy bien el tono del ensayo:
“Decimos amar la Naturaleza, pero en nuestras ciudades solo sobreviven un puñado de árboles y parterres de césped, rehenes en permanente riesgo de ejecución. Amamos la vida serena y pacífica, pero pasamos varias horas cada día forcejeando en carreteras, oficinas y escaleras mecánicas, siempre en deuda con nuestros relojes y agendas. Decimos considerar a nuestros seres queridos una prioridad en nuestras vidas, y aceptamos recluirnos en colmenas atestadas por extraños, a menudo alejados de familiares y amigos. Resulta asombroso que algo diseñado a nuestro entero capricho, siguiendo el dictado de nuestras necesidades y deseos, pueda entrar en una confrontación tan flagrante con nuestra fantasía. Construimos ciudades para nuestro regocijo, pero también para nuestro tormento; son nuestra garantía de libertad y nuestra cárcel; una oportunidad para encontrarnos y también para perdernos. En ningún otro lugar del mundo podemos sentirnos tan acompañados ni tan solos”.
También establece el autor una relación directa entre el capitalismo, que tanto alimenta el individualismo y la soledad, porque vivimos en “un modelo social que prioriza la relación con el dinero antes que la relación con las personas”. Entre otras muchas historias, el libro habla de la Isla Serrana, en el Caribe, llamada así por Pedro Serrano, inspirador de la novela Robinson Crusoe; del soldado japonés Shoichi Yokoi, que se echó a la jungla tras la derrota de la II Guerra Mundial y no volvió hasta enero de 1972, es decir, veintiocho años después; de los hikikomori, los japoneses jóvenes que deciden abandonar toda interacción social; de la soledad de las amas de casa y la de las personas LGTBI en el armario; de la soledad de quienes sufren acoso escolar; de los monasterios, como el de Santa María de Huerta donde paso unos días el autor; de la soledad de las personas migrantes que sufren el conocido como síndrome de Ulises; del alpinismo; de los famosos, como Diana de Gales; de la relación entre el sonambulismo y la soledad, al vivir en horarios desacompasados con el resto… De esto y de mucho más habla este excelente libro.
Hay otras dos vertientes de la soledad especialmente interesantes: su vínculo con el extremismo político, por un lado, y su relación con la literatura, por el otro. Respecto a la política, el autor escribe que “Hitler fue un solitario, que se convirtió en el Führer de muchos millones de solitarios como él”. Afirma el libro que hoy son los populismos, especialmente los de derechas, los que capitalizan el valor político de la soledad. En especial, de los votantes varones blancos. “Las personas solitarias creen enfrentarse a un mundo más hostil y menos confiable que las personas que disfrutan de fuertes vínculos sociales”, leemos.
Y luego, claro, está la literatura. “Esa sabiduría compartida, esa experiencia de estar solo para que los demás no tengamos que estarlo, es lo que llamamos literatura”, leemos. Kafka dijo que “nunca se está demasiado solo cuando se escribe”. El libro cuenta la vosotros de Emily Dickinson, que pasó los últimos 15 años de su vida prácticamente recluida en su casa. Esa soledad del creador es también la del lector, que sabe que muchos de los mejores momentos de su vida han transcurrido en absoluta soledad, leyendo un buen libro, un claro ejemplo de solitud, de estado de soledad sin connotaciones negativas. Por ejemplo, lo que se se disfruta un libro como este Mapa de soledades.
El autor también explica que el amor no garantiza estar libre de la soledad y que la soltería, por supuesto, no es tampoco sinónimo de aislamiento. El libro, en fin, es una delicia, y empieza y termina con la dedicatoria y el agradecimiento del autor a su esposa.: “Para Marta, centro y límite de mi soledad elegida”, leemos antes de empezar a sumergirnos en este excelente ensayo, cuyas últimas palabras son “sobre todo, quiero darle las gracias a Marta Jiménez Serrano, porque sin ella este libro mío sería menos mío y yo sería un poco menos yo”.
Comentarios