14 de diciembre de 2012. 20 niños y 8 adultos son asesinados en la escuela Sandy Hook en el peor tiroteo en una escuela primaria de la historia de Estados Unidos. Desde el día del tiroteo y durante una década, el polemista ultraderechista Alex Jones alimenta sin prueba alguna el delirante bulo de que aquel tiroteo fue un montaje, hasta el punto de afirmar que los padres y madres de los niños asesinados son actores y actrices. Tras esa campaña de intoxicación, un 24% de la población estadounidense, es decir, 75 millones de personas, creía que el tiroteo era un montaje, que nunca ocurrió, que esos niños asesinados nunca existieron o seguían vivos. Tras una denuncia de las familias de los asesinados, Alex Jones recibió la mayor condena por difamación de Estados Unidos, aunque se declaró en bancarrota y no ha indemnizado aún a las familias a las que destrozó desde su tribuna pública. Esta sucesión de hechos reales es tan espeluznante que cuesta creerla, pero es exactamente lo que sucedió. Y, desde luego, no es un caso aislado. Es especialmente grave y terrorífico, pero las teorías de la conspiración, los bulos y el tóxico radicalismo político no hacen más que crecer en Estados Unidos y en todo el mundo.
HBO Max ha estrenado recientemente el documental La verdad contra Alex Jones, dirigido por Dan Reed, que relata de forma pormenorizada este terrorífico caso, ejemplo especialmente doloroso del terrible daño que hacen a la sociedad el fanatismo, el terraplanismo y los bulos. Cuesta creer que algo así sucediera. El simple hecho de que un locutor decida pensar y contar desde el minuto uno de la tragedia que aquello era un montaje es alucinante, pero que tanta gente lo creyera, que siguiera durante diez años alimentando esa teoría de la conspiración y que personas por la calle increparan y hasta amenazaran de muerte a los padres de los niños asesinados es directamente una historia de terror. Ocurrió. Ocurrió de verdad y es tristemente muy representativo del clima de toxicidad, odio, estupidez y fanatismo que chusma malintencionada se dedica a generar en Estados Unidos y en el resto del mundo. Es la misma materia prima de los votantes de Trump (fiel amigo de Jones durante unos años, hasta que incluso Trump parecía demasiado poco radical para Jones), de los negacionistas del cambio climático o de los defensores de que las vacunas contra el Covid llevan un chip. Es la misma insensatez, el mismo delirio imposible de rebatir con argumentos, porque un fanático jamás reconocerá la verdad, siempre le dará la vuelta para reafirmase en sus planteamientos.
Dice una frase hecha muy repetida en las facultades de periodismo que las opiniones son libres y las verdades son sagradas. Es decir, que uno puede pensar que esta o aquella medida de un gobierno es buena o es mala, pero no puede construir una realidad propia. Uno puede tener la opinión que desee sobre un hecho, pero no puede inventarse un hecho alternativo. Tristemente, eso ya no opera. Estados Unidos, con el Tea Party primero y con el trumpismo después, es avanzadilla mundial en este desbaratamiento de la verdad. Los hechos ya no importan, ya no son incuestionables. Si mañana un señor viene y dice que está lloviendo aunque haga un sol radiante, se nos quiere hacer ver que su visión de la realidad es tan respetable como la de quien se apoya en la realidad y muestra que, de hecho, el día está soleado y no llueve. Ya todo es mentira, ya nada importa. Y de eso se alimentan los partidos extremistas que se dedican a destrozar la convivencia.
Hay muchos momentos terribles en este documental, que muestra escenas de los juicios contra Alex Jones y también entrevistas con los familiares e imágenes de las atrocidades que este señor estuvo una década vomitando en sus medios. Dos de esos momentos describen con exactitud esta corriente conspiranoica y fanática que es una de las mayores amenazas actuales contra la democracia. En uno de ello, el abogado de Alex Jones afirma que él defiende la libertad de los ciudadanos estadounidenses para creer y escuchar lo que considere, como si la libertad de expresión fuera sinónimo de tener libertad de mentir y difamar, como si fuera igual de respetable decidir creerse la verdad o construirse una verdad alternativa basada en bulos y mentiras. En otro momento loquísimo del documental aparece Kelley Watt, una escritora que escribió un libro diciendo que el tiroteo era en realidad un montaje. Afirma que ella está convencida de que ahí no murió nadie y que el padre de una de las víctimas estaba convencido de que su hija estaba muerta, equiparando ambas convicciones, dándoles el mismo peso. Es decir, una postura del tipo “a ver cómo hacemos, yo creo que todo es mentira y este señor dice que tuvo un hijo y que lo enterró”. Atención al nivel de delirio.
Llegados a este punto, uno puede preguntarse qué puede llevar a alguien a inventarse algo tan aberrante, sabiendo que se está haciendo daño a familias de niños asesinados en el tiroteo. Alex Jones es un fanático odioso convencido de que todo lo que suene a izquierda, o a liberalismo en el concepto estadounidense del término, es demoníaco, criminal. En su mente, los malvados poderes progresistas organizaron este montaje para justificar una política más restrictiva sobre el acceso de las armas. Y entonces, claro, ve muy lógico que todos esos padres sean actores. ¿Pruebas? Básicamente, que uno de los padres de una niña asesinada, visiblemente nervioso y conmocionado, sonríe dos segundos antes de dar una rueda de prensa ante los medios. Prueba irrefutable a ojos de Jones y sus seguidores, ¿cómo se va a reír un padre en una situación así? Este hombre es un actor. Caso cerrado… Ése es el nivel.
Hay otra razón más oscura tras la actitud de Alex Jones: el dinero. Tan burdo, tan básico. Su web, InfoWars, se presentaba como un medio de información, pero era un medio de desinformación y también una especie de teletienda, porque vendía sus propios productos como suplementos de yodo por un supuesto aumento de niveles de radiación, que de forma burda y falsa sin ninguna base intentó transmitir en su medio... Resulta que el día que soltaba una burrada especialmente gorda sobre la matanza aumentaba enormemente su audiencia y, por ende, vendía más crecepelos de esos que dice que son muy científicos y muy buenos. O sea, que es un fanático, un extremista radical, pero además es un tipo sin escrúpulos capaz de hacer dinero con una tragedia.
El documental acierta también al rendir el merecido homenaje a las familias de las víctimas, que fueron las que más sufrieron esta delirante y tóxica campaña. De fondo queda una pregunta de muy difícil respuesta. De acuerdo, Alex Jones es un personaje execrable, pero tuvo audiencias millonarias. ¿Qué lleva a tanta gente a seguir esos pseudomedios y a tragarse todos los bulos que alimentan sus prejuicios? Es una pregunta imperiosa en nuestra sociedad y no es fácil encontrar una respuesta. Porque si algo queda claro es que Jones y sus seguidores no aceptan debatir argumentos, ellos han visto la luz, están en posesión de la verdad y nada de lo que digan los demás, los pobres infelices engañados por el sistema, les hará cambiar de opinión. Lo cierto es que en Internet había muchos más contenidos alimentando la teoría de la conspiración sobre esta matanza que contando la historia real. Y tenían más audiencia. ¿Cómo se puede evitar esta oleada de sinrazón y fanatismo que está devorando las sociedades? Tristemente, no hay respuesta. Ningún conspiranoico verá este documental, muchos seguirán pensando que esos niños asesinados nunca existieron o que viven encerrados. Es así de trágico. Y lo vemos, en mayor o menor medida, a diario, mientras el debate público se sigue intoxicando.
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