Cerrar los ojos

 

Cerrar los ojos es cine de otra época, cine dentro del cine. Es cine sosegado que cree en la forma reposada y cadenciosa de contar una historia. Cine de ese con fundidos a negro para ir marcando el delicado avance del tiempo. Es cine sobre la memoria y sobre la vida. Cine sobre envejecer y recordar. Es cine sin necesidad alguna de giros de guión ni sobresaltos para mantener la atención de un espectador atiborrado de estímulos, cada vez menos tendente a mantener la atención durante mucho tiempo. Es, en fin, cine con mayúsculas, cine grande. Cine de ese que no es fácil encontrar, porque no va a la moda, porque no es lo que se lleva, sí, pero también por una evidencia, porque no es fácil hacer algo así y nunca lo ha sido, porque es una película exquisita en cada plano, contenida, sin exceso alguno, que trata al espectador como a alguien maduro. 
Por supuesto, además de todo eso, Cerrar los ojos es un acontecimiento cinematográfico de primer orden. Es el primer largometraje de Víctor Erice en tres décadas. El filme tiene claras menciones a la carrera profesional del propio Erice que disfrutan los amantes de su cine, como ese guiño al sur o como el hecho de que en la película se mencione un filme inacabado con mención a Shanghai, como El embrujo de Shanghai, novela de Juan Marsé de la que Erice escribió un guión para adaptarla al cine, aunque nunca llegó a rodarla. Ese juego referencial sin duda es un valor añadido y no menor de Cerrar los ojos, pero lo maravilloso de la película es que no se disfruta igualmente son contar con ello, sin tener esa información. Es una película extraordinaria por sí misma. 

Erice se da el lujo de introducir planos de una película dentro de la película, con la que abre el filme. Conocemos después que el protagonista de aquella película nunca estrenada, Julio Arenas (José Coronado), desapareció precisamente durante el rodaje. Décadas después, el director de aquella película, Miguel Garay (Manolo Solo), acude a un programa de televisión de casos sin resolver para evocar a su amigo. Eso le hace retomar el contacto con la hija del actor (Ana Torrent) y con un antiguo amor común (Soledad Villamil). 

A través de objetos como fotográficas o cintas de celuloide de aquellas pocas escenas que el autor pudo rodar de su proyecto inacabado, también a través de conversaciones con gente querida, y lecturas y paseos y canciones, con un ritmo pausado, vamos recorriendo de la mano de este director de cine sus recuerdos. Conocemos más de su pasado, de la historia de su hijo, de cómo orientó su carrera hacia la literatura, de su vida actual, frente al mar, alejado de Madrid. La película nos regala conversaciones maravillosas, muchas de ellas, entre Miguel Garay y un viejo amigo en Madrid, Mario Pardo. También con las personas con las que vive en medio del campo en el sur. Y, por supuesto, con la hija de su amigo. Se habla del papel del cine, de cómo sirve para fijar la memoria, de los recuerdos, de la amistad, del amor y de lo que se llama aquí "el asunto supremo", es decir, envejecer, que debe afrontarse, según un personaje de la película, sin temor ni esperanza. 

Aparece la Cuesta Moyano, ese paraíso libresco al aire libre, también de otro tiempo, en Madrid. Y hay charlas en la noche que desembocan en una interpretación imperfecta y, por eso mismo, maravillosa, de My Rifle, My Pony and Me, del célebre western Río Bravo. Hay en el filme una celebración del cine de otra época, del que se recuerda y crea imágenes memorables, del que resiste el paso del tiempo. Una celebración de las charlas serenas con amigos, de la lectura de libros de segunda mano, de la celebración sosegada vida real, sin pantallas ni prisas modernas, sin FOMO ni nada que se le parezca

El metraje de la película es de los que suelen echar para atrás al espectador moderno, salvo que se traten de películas de superhéroes o con muchos efectos especiales, ya que dura 169 minutos, pero en ningún momento me resulta una película lenta. Lleva un ritmo sosegado, es cualquier cosa menos trepidante, valora la forma pausada de contar la historia. Es impecable. También son portentosas las interpretaciones del elenco. Impresiona José Coronado, tal vez en el mejor papel de su carrera, más contenido que nunca. Manolo Solo lo borda como siempre. Está magnífica Ana Torrent, quien ya trabajó con Erice siendo una niña hace cincuenta años en El espíritu de la colmena. Qué gran noticia para el cine que tanto tiempo después Erice siga ofreciendo películas como esta inolvidable Cerrar los ojos, más allá de premios o reconocimientos, una película inusual en nuestro tiempo, una película única. 

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