The Book of Mormon


No he visto ningún musical como The Book of Mormon y he visto muchos musicales. Ninguno, desde luego, tan irreverente, divertido y delirante. Quizá ninguno mejor. Al salir del Teatro Calderón de Madrid pienso que es impresionante lo que acabo de ver. El musical, que lleva doce años representándose en Broadway y diez en Londres, y que ahora llega a Madrid con la dirección de David Serrano, es todo lo contrario a un musical para toda la familia, desde luego. Es un musical de Trey Parker y Matt Stone, los creadores de South Park, esa serie satírica absolutamente salvaje, así que sabemos lo que podemos encontrarnos. No decepciona. 

Sin duda, recomendaría The Book of Mormon incluso a gente a la que no le gusta los musicales, siempre que no tengan la piel muy fina. Porque no es un musical más. Se parece en las formas, llena un teatro de los grandes, hay merchandising, chuches y bebidas, y cobran un euro por el programa de mano en formato físico, pero se diferencia de cualquier otro musical de la cartelera en el fondo, su tono satírico, salvaje, con bromas bestias sobre todo y sin líneas rojas ni corrección política alguna. Claro que yo he disfrutado y disfrutaré mucho de esos musicales más convencionales y para toda la familia, pero esto es otra cosa. Es un musical único, de una madurez y un tono satírico fuera de lo común. Es verdaderamente impactante. 


La obra nos presenta a un grupo jóvenes mormones dispuestos a evangelizar sobre su religión. A los protagonistas, a los que dan vida con enorme talento interpretativo y vocal y con un carisma arrollador Jan Buxaderas, a quien vimos la temporada pasada en Mamma Mia (hay una broma al respecto en un momento de la obra), y Alejandro Mesa. El primero está convencido de que está llamado a grandes logros, es más bien creído, mientras que el segundo es callado, tiene problemas para hacer amigos y una enorme tendencia a mentir. Los dos son destinados a Uganda, donde digamos que no tienen el recibimiento que podían esperar


El elenco es uno de los puntos fuertes del musical. Además de Buxaderas y Mesa, destaca especialmente Aisha Fay, que da vida a Nabulungi, una habitante de la aldea de Uganda en la que van a parar estos jóvenes misioneros mormones. Deslumbran su frescura interpretativa y, sobre todo, su excelencia como cantante. No la conocía y veo que el programa de mano que en 2020 participó en La Voz. Desde luego, es impresionante cómo canta. También Nil Carbonell (a quien recuerdo de Ser o no ser, la serie de RTVE Play sobre un adolescente trans y sus amigos), Jimmy Roca, Óscar Bustos, Andoni García, Juno Kotto King y Álvaro Siankope, entre otros, están perfectos.  


La obra, ya digo, es muy bestia. Mucho. Uno de los momentos más divertidos llega con la canción Hasa Diga Eebowai, cuyo significado escandalizará a los jóvenes mormones. Hay constantes y alocadas referencias a la cultura popular. Es una obra libérrima que se toma mil y una licencias, que va siempre un poquito más lejos, hace la broma un poco más salvaje, provoca carcajadas de cierta incredulidad, como de no creerse del todo estar asistiendo a semejante espectáculo en un teatro grande y en una obra mainstream, porque es todo tan alocado, libre, genial e irreverente que uno pensaría que es más propio de una sala off, del teatro alternativo. Y ese creo que es el gran valor de la obra, que adopta todas las formas del gran teatro musical clásico pero con una madurez y un nivel de profundidad y de mala leche muy pocas veces visto en un teatro. 


La obra, claro, es muy crítica con la religión. También ridiculiza la mirada estereotipada de África que cualquier ciudadano estadounidense u occidental medio suele tener. Básicamente, El Rey León, Tarzán y cuatro cosas más. En ese sentido es brillante la canción Yo soy África, satírica a más no poder. O la forma en la que el personaje de Mesa cambia el nombre a Nabulungi y el resto de personas de la aldea, a los que llama Nala, Mufasa… Hay menciones al sida, a la ablación genital femenina, a la represión de la homosexualidad en la religión, a zoofilia, a violencia, a dictaduras… Lo dicho, nada queda libre del humor ácido de la obra, que se apoya también en el ritmo y la gracia de sus canciones, en una escenografía impactante y en la espiral creciente de delirio en el que entra la historia, hasta un desenlace verdaderamente genial. 


Ya casi al final de la obra, de hecho, ocurrió algo que resume bien las reacciones que despierta The Book of Mormon. En ese momento es ya tal la acumulación de escenas hilarantes y de bromas salvajes que hacen llorar de risa al público que cuesta contenerse. A un espectador sentado muy cerca de mí (juro que no fui yo) le entró un ataque de risa incontrolable que hizo a todo el público mirar hacia allá y que detuvo la función unos segundos porque ni los propios actores pudieron escapar a ese golpe de risa. No puede causar otra reacción esta obra increíble, un musical único que no se parece a ninguno otro de la cartelera, y eso que hay muchos. Es diferente a todos. Libre, salvaje, irreverente, imprescindible. 

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