El número uno

 

Crees que vives tiempos únicos hasta que lees un libro publicado en 1943 cuyos personajes te resultan extrañamente actuales. Todo está inventado. Lo más impactante de El número uno, de John Dos Passos, además de su buen pulso narrativo y su atractivo estilo literario, es que la historia que cuenta suena extraordinariamente actual. Chuck Crawford, político populista y cínico, es un personaje de ficción inspirado en un senador real de Luisiana en los años 30, Huey Long, pero es sencillo ponerle la cara de políticos demagogos de hoy en día. El libro, reeditado ahora por Impedimenta con traducción de Miguel Temprano García, es universal y atemporal. 


La novela se ambienta en la campaña de este político, que predica un discurso populista en el que no cree, pero que defiende por puro tacticismo. De cara a los votantes se presenta como el defensor del pueblo, al que desprecia en privado. Dice ser humilde y cercano, pero no acepta una habitación de hotel que no sea una suite. Pide repartir la riqueza, pero no para de hacer chanchullos irregulares. Afirma ser leal a los suyos, pero deja vendidos a sus colaboradores en cuanto se topa con la justicia. 

El autor ofrece el contraste entre el discurso público del político en mitines multitudinarios y lo que dice en privado. Algunas de las frases retratan bien al personaje y, de nuevo, bien podría ponerse en boca de tantos y tantos políticos de hoy en día. Aquí van unas cuantas: “es fácil llevarse bien con la gente sencilla”, "ahora no se trata de política, sino de salvar el país”, "para apelar al pueblo americano hace falta estar un poco chiflado”, "mi rival sólo tiene el dinero, la prensa y las grandes suites en los mejores hoteles”, "esta época asistirá a la victoria del hombre de la calle y a la reconquista del poder y la civilización por parte de la gente normal y corriente”, "“nos enfrentamos ante una conspiración contra la supremacía de nuestros ideales más preciados”... Nos suena familiar, ¿verdad? Repito, año 1943. 

Quizá el pasaje más increíblemente parecido a la realidad, pienso en Trump cuando dijo que podía aparecer en la Quinta Avenida disparando y no le quitaría votos, o en su forma de jalear a sus seguidores para asaltar el Capitolio, sea este: “Irán a las urnas y votarán cuando yo se lo diga o se quedarán en casa si yo se lo pido. Y, si les digo que den a sus hijos aceite de ricino, se lo darán. Si les pidiera que saltaran al río, apuesto a que saltarían todos… Y si llega el día en que me vea obligado a decirles que vengan a Washington a expulsar a los mercaderes del templo, por Dios que lo harán”. Brutal. 

Intercalados entre los capítulos del libro encontramos divagaciones en cursiva que comienza siempre con la frase "cuando te pones a buscarlo, al final el pueblo es...". El tono de la obra es claramente desencantado con la política. Más allá de este siniestro personaje mesiánico que se presenta como salvador de la patria, el gran protagonista de la novela es Tyler, su colaborador, que tiene problemas con el alcohol, está enamorado de la mujer de este político para el que trabaja y va teniendo más y más dudas sobre su está haciendo lo correcto. 

La novela, ya digo, muy desencatada y crítica, incluye también el antídoto a la antipolítica que representa este personaje que tan familiar nos resulta. Aparece en una carta que el hermano de Tyler, el colaborador, le envía a éste desde el frente, en Europa: “hace falta mucha experiencia para meter un poco de sentido común en la cabeza de cualquiera, y en estos tiempos es fácil que te vuelen la cabeza mientras adquieres dicha experiencia. Cada vez que salgo de la bodega después de un ataque aéreo veo que he perdido alguna insignia del partido. Esos sustos que me llevo de manera regular me llenan de respeto y ternura por cada hombre, mujer y niño que veo, por cualquier cosa que esté viva”. Y sigue con esta frase contundente que sentencia a la política demagógica: “después de todo, lo que importa es lo que haces y no lo que dices. Si algo he aprendido en la vida es que todo lo que hacemos cuenta”.

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