No me acuerdo de nada

 

Directora, guionista, productora, dramaturga, periodista y escritora, Nora Ephron imprimió su sello personal en toda su obra. Un estilo singular, una ligereza inteligente e irresistible que le permitía saltar de los temas más banales e intrascendentes a los más serios, sin perder nunca la ironía. Es de esas autoras que hacen que parezca fácil escribir así, con esa asombrosa soltura, como si en lugar de estar leyéndola estuviéramos frente a ella en persona y nos estuviera contando una anécdota relajada en la mesa de una cafetería, por supuesto, neoyorquina. Es lo que se siente al leer No me acuerdo de nada, editado por Libros del Asteroide con traducción de Catalina Martínez Muñoz, que reúne textos breves de Ephron a cual más ingenioso y divertido. 


El relato que da título al libro, No me acuerdo de nada, trata con gracia de cómo siente que le falla la memoria. Nada grave, cómo se llamaba aquella película o cuál era el autor de aquel libro. Dice que empezó a sentirlo a los treinta, lo que seguro que tranquilizará a no pocos lectores entre los que me incluyo.  “Una vez fui a una librería a comprar un libro sobre la enfermedad de Alzheimer y me olvidé del título. Me hizo gracia, entonces la tenía”, leemos. 

Imposible también no identificarse con el  texto sobre lo que le cuesta reconocer las caras. Sólo los que lo sufrimos sabemos lo que es eso. Atención a este pasaje maravilloso: “Voy a dar por sentado que nos conocemos y no voy a decir: ‘encantada de conocerte’. Se lo que pasará si digo eso. Que dirás: ‘Ya nos conocemos’. Dirás: ‘Nos conocemos”, en un tono casi irritado y agresivo. Y ni siquiera me dirás cómo te llamas para que pueda recuperarme un poco”.

A la autora le gustaban las listas y hay varias muy divertidas en este libro. Por ejemplo, las veinticinco cosas con las que la gente tiene una capacidad desconcertante para sorprenderse continuamente como “los periodistas a veces cuentan mal las cosas”, “en el mundo de los negocios no existe la sinergia en el buen sentido del término”, “nunca se conoce la verdad de un matrimonio, ni siquiera del propio” o “todo el mundo miente”. O las listas de cosas que no echará de menos y cosa que sí, que en el fondo son un modo breve y preciso de mostrar su forma de estar en el mundo

Con su escritura chispeante, habla de muchos otros temas: el sexismo que reinaba en la redacción de la Newsweek donde empezó a trabajar, los problemas de alcoholismo de su madre, su obsesión con el Scrabble online, su relación con el fracaso, el cine, las esperanzas que se hizo con la herencia de su tío Hal, que luego no fue para tanto, y menos mal, porque esa expectativa hizo que estuviera a punto de dejar de escribir el guión de su película más exitosa y reconocida, Cuando Harry encontró a Sally... 

Ephron escribe sobre prácticamente cualquier tema, incluido, claro, la comida. Otro punto de identificación inmediata con la autora, que incluso incluye recetas en sus textos. Es precioso, por ejemplo, cómo habla de las cenas de Navidad con su grupo de amigas, y lo que significa la receta de pudin de pan de su amiga Ruthie cuando ésta, 22 años después, falta a esa cena tras su muerte. Es un ejemplo muy tierno, por supuesto, sin dejar a un lado la ironía en ningún momento, de la relación entre la comida y todo lo demás en la vida. 

 No me acuerdo de nada es de esos libros de los que compartiría mil y un pasajes. Para terminar, sólo compartiré dos que creo que reflejan muy bien la forma de entender la vida de la autora. Ambos, por cierto, relacionados con la comida: 

 “Las cucharas de postre son grandes y ovaladas. Son tan grandes como una bañera. No soy de esas personas a quienes les gusta culpar a los franceses, sobre todo desde que demostraron que tenían razón sobre Irak, pero no cabe duda de que esta costumbre empezó en Francia, donde siempre han tenido debilidad por las cucharas de postre. Una de las mejores cosas de este país nuestro era, en mi opinión, que nunca habíamos caído en la trampa de las cucharas de postre. Si hacía falta una cuchara para el postre se usaba una cucharilla de café. Pero eso se acabó, y es una pena. Lo que tiene el postre es que uno quiere que dure. Uno quiere saborearlo. El postre es delicioso. Es dulcísimo. Normalmente es muy malo para la salud. Y, como pasa con todas las cosas malas, uno quiere que el postre dure lo máximo posible. Pero es imposible que dure si te dan una cuchara tan grande para comerlo. Te lo zamparás en dos cucharadas. Y entonces se habrá acabado. Y la comida habrá terminado. ¿Por qué no lo entienden? Es tan obvio. Es tan obvio”.

(...)

 “No tengo grandes aspiraciones. Mi idea de un día perfecto es tomar unas natillas heladas en Shake Shack y dar un paseo por el parque. (Y, después, una pastilla para la intolerancia a la lactosa). Mi idea de una noche perfecta es ver una buena obra de teatro y cenar en Orso. (Aunque sin ajo, o no podré dormir). El otro día encontré una pastelería en la que hacen el que era mi bizcocho favorito de pequeña, y resultó ser tal como lo recordaba: me alegro toda la semana.

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