Una librería en París

 

"Librería" y "París" son dos palabras que, puestas así juntas, provocan algún tipo de encantamiento. Vería cualquier película o serie con esas dos palabras en el título, leería cualquier libro e incluso entraría a cualquier sitio con ese reclamo, incluso aunque fuera algún lugar sórdido como, por ejemplo, un gimnasio. Así que, naturalmente, cuando di en el catálogo de Filmin con Una librería en París, la película dirigida y protagonizada por Sergio Castellitto, me puse a verla al instante. No es una gran película, seamos sinceros. No termina de encontrar el tono adecuado, siempre hay un poco más de todo (intensidad, iluminación), un puntito más o menos de lo que necesitaría la historia. Pero, aun así, sale una librería y sale París, aunque sea un París más bien artificial y fantasioso. Qué más podemos pedir. 
No le faltan méritos a la película. Hace mucho tiempo decidí que no escribiría en el blog sobre películas que no me hubieran gustado. No soy crítico ni tengo ninguna obligación de escribir de todo lo que veo, así que creo que tiene mucho más sentido compartir lo que me gusta que ponerme estupendo criticando todo lo que me ha desagradado en una película que quizá simplemente no era para mí. Es decir, si escribo de Una librería en París es porque, pese a mis reticencias, sí hay aspectos salvables del filme. Es una película agradable de ver y eso no es poco. 

Vincenzo, el protagonista de la película, es dueño de una librería en la ciudad francesa y dedica su vida entera a ese comercio y a su hija Albertine, que vive recluida en casa, en la parte de arriba de la librería, después de un trauma unos años antes que la ha dejado dolorida física y, sobre todo, mentalmente. La vida de Vincenzo da un vuelco cuando Yolande, una actriz que ensaya una obra que representará en un teatro próximo, entra a la librería muy alterada buscando a su perro, que se ha perdido. En un principio, Vincenzo y Yolande no pueden ser más diferentes, y ya sabemos lo que eso significa en el cine. Ambos empiezan una amistad en la que él recomienda libros a Yolande y ella le habla de su vida. Esas charlas son posiblemente lo mejor del filme. 

Como en todas las películas que hablan de un modo u otro del arte y la literatura, se corre el riesgo de caer en lugares comunes. Aquí alguno que otro aparece, no nos engañemos, pero es bonita esa forma de fábula, de fantasía, en la que vive Vincenzo y que de algún modo traslada a Yolande. Es bonito ver que en este mundo de prisas, exigencias de producir todo el rato y de redes sociales omnipresentes, pueden tener su lugar y poner algo de cordura la lectura, las conversaciones pausadas y las relaciones humanas mirándose a los ojos. Tras ese encuentro casual, Vincenzo y Yolande se hacen mucho bien, se transforman el uno al otro. 

Vincenzo, que no tiene teléfono móvil, piensa que la literatura es eterna mientras que la actualidad mata. Lee cada noche a su hija, charla con amigos y clientes de la librería. Lleva una vida pausada, feliz, pero Yolande le hace ver que la situación de su hija es insostenible, que hay que vivir, salir a la calle, aunque lo que haya ahí fuera a menudo no sea más que ruido. La película también plantea una reflexión sobre las relaciones humanas y su importancia, en especial, en un mundo tan despersonalizado y artificial como el actual, y para ello se sirven del dilema del erizo de Schopenhauer, que muestra de forma muy gráfica cómo la cercanía excesiva entre dos personas puede causar dolor, pero la distancia excesiva puede provocar mucha soledad, mucho frío. Una librería en París, en fin, no es una película perfecta y tiene algún momento un poco de cliqués, pero vale la pena, cómo no la va a valer con esos dos reclamos, "librería" y "París". 

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