Les enfants endormis

 

Sólo unos años después de nacer Anthony Passeron, su tío Désiré murió enfermo de sida. Desde entonces, un gran muro de silencio se levantó en su familia. El escritor decide en Les enfants endormis, uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo, reconstruir esa historia familiar y, en paralelo, plasmar la evolución de la investigación científica sobre el VIH, en particular, en Francia. El libro alterna así capítulos dedicados a la historia íntima de su familia, al efecto en toda la familia de la enfermedad de su tío, con otros dedicados a la admirable labor de un grupo de médicos y científicos que no miraron hacia otro lado, como hizo la mayoría, y decidieron investigar ese virus del que tan poco se sabía y que tantos prejuicios y tanto estigma acarreó.

El libro, ya digo, es fascinante. Por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Desde el prólogo, en el que el escritor cuenta que casi por casualidad descubrió que su padre estuvo una vez en Ámsterdam rescatando a su tío de la vida que llevaba allí, hasta el epílogo, en el que encuentra a la única amiga de su tío que sigue con vida y que le muestra una cara de su familiar de la que nadie le había hablado, un hombre idealista y alegre, la obra es extraordinaria. En parte relato familiar, en parte ensayo científico, en parte novela, es un libro formidable.

El autor reconstruye bien la vergüenza y el estigma que caía sobre cualquier afectado por el VIH y la soledad de los afectados y sus familias. Hay muchos pasajes espeluznantes en el libro, como por ejemplo las muchas presiones que sufrieron algunos de los investigadores por parte de la dirección de sus hospitales, que les presionaban para que dejaran de investigar una enfermad de drogadictos y gays, porque eso es lo que se creía que era, porque así es como se trasladó a la opinión pública.

Un diagnóstico de VIH era en aquellos tiempos una sentencia de muerte y algo más, también era el decreto de la soledad más absoluta y cruel, por miedo, por rechazo. La familia de su tío, que se infectó por compartir jeringuillas con otras personas contagiadas, queda de golpe traumatizada. Porque se niegan a aceptar que su hijo sea drogadicto, por lo poco que saben de ese virus y porque no quieren contar nada a nadie. De pronto, por ejemplo, acude mucha menos gente a comprar su comercio.

Enternece la forma en la que cada miembro de la familia reacciona cómo puede a semejante terremoto. También es muy triste la historia del matrimonio de su tío Désiré con Brigitte, también drogodependiente y también infectada, y su decisión de ser padres. Esa hija nacerá también con el maldito virus y quizá la parte dedicada a ella es la más intensa del libro, la más emotiva. La obra muestra a una familia que hizo lo que pudo y se volcó en el cuidado de una enfermedad de la que desconocían todo. La infancia de esa niña sin padres, criada por sus abuelas, fue feliz y todo lo normal que pudo ser por los constantes viajes al hospital. Lamentablemente, la enfermedad llegó y se cebó con ella. De su entierro escribe el autor: “no me acuerdo casi de nada. Me gustaría haber olvidado lo poco que recuerdo”.

La parte dedicada al relato familiar es, ya digo, portentosa, pero no son menos atractivos los capítulos alternos dedicados a recoger la investigación del VIH desde el comienzo. Unos pocos héroes que siguieron luchando a pesar de todo, las investigaciones, el ensayo y error, también algún que otro choque por egos y peleas entre centros y países (en el libro se da a entender que se despreció desde Estados Unidos la labor de la comunidad científica francesa). Ya en el epílogo se cuenta que en 2008 se concedió Premio Nobel a Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier por el descubrimiento del virus del sida en el Instituto Pasteur el año 1983. Cuenta el autor que entonces llamó la atención que se tardara tanto en otorgar el recibimiento y también que otras personas que también lo merecían por la misma investigación no estuvieran entre los premiados. Personas como Willy Rozenbaum, Jacques Leibowitch, Françoise Brun-Vézinet, Jean-Claude Chermann o David Klatzmann, que son protagonistas a lo largo de todo el libro y a los que la lucha contra el sida debe mucho. El final del libro, ya digo, con el encuentro del autor con la única amiga con vida de su tío es luminoso y emotivo, el broche perfecto a uno de esos libros que dejan huella. Les enfants endormis, aún no traducido al español, es un libro soberbio.

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