Un nuevo mundo

 

Un nuevo mundo, de Stéphane Brizé, fue estrenada en 2021, así que dados los plazos que se manejan para poner en pie una película, no tengo claro que sea necesariamente hija de la pandemia, pero desde luego sí conecta con un estado de ánimo y una cuestión cada vez más presente en el debate público. Se habla mucho en los medios de la gran dimisión, ese fenómeno que está ocurriendo, sobre todo, en Estados Unidos, consistente en que miles de profesionales están abandonando sus puestos de trabajo después de la pandemia, porque ese gran trauma colectivo les ha hecho replantearse qué hacen con su vida y si tiene sentido dedicar tantas horas al trabajo, relegando su vida personal, es decir, su vida.
En el fondo, no es algo nuevo ni hacía falta que llegara una pandemia mundial para darnos cuenta, siempre hemos oído eso de que hay que trabajar para vivir, no vivir para trabajar, pero lo cierto es que demasiadas personas se ven abocadas a un círculo vicioso en el que el trabajo, que les exige una disponibilidad permanente y les genera un enorme estrés, les define y es el centro de su vida. Hay muchas personas que, por alguna extraña razón, consideran un éxito, haber triunfado mucho en la vida, no tener tiempo para celebrar el cumpleaños de sus hijos o para permitirse algún momento de ocio entre semana sin estar pegados al móvil o al portátil. Extraño tiempo éste en el que vemos como alguien exitoso y muy importante a quien está encadenado al trabajo y deja a un lado a los suyos y sus aficiones, porque siempre hay algo urgentísimo en la oficina. 

De esto, de nuestro mundo desquiciado, del gran engaño del que ahora parece que, pandemia mediante, más gente se da cuenta, del desequilibrio inhumano a la hora de conciliar vida personal y profesional, habla, sí, Un nuevo mundo. Su protagonista, Philippe (Vincent Lindon) es un alto directivo de una compañía industrial francesa que forma parte de una multinacional estadounidense. Desde la primera escena del filme, portentosa, nos damos cuenta de que el trabajo lo ha absorbido de tal forma que su vida personal, empezando por su matrimonio, se ha ido al garete. Por cierto, tanto Vincent Lindon como Sandrine Kiberlain brindan unas interpretaciones extraordinarias, llenas de verdad. 

En escena inicial, el protagonista y su mujer, en presencia de sus abogados, discuten sobre los términos del divorcio. Es un momento triste, deprimente, porque se aprecia que detrás de esa ruptura está la ausencia de Philippe en casa, porque puso el trabajo por encima. Mientras avanza su proceso de divorcio ocurrirán dos cosas que llevarán al protagonista a replantearse su propia vida: la exigencia de despedir a 68 trabajadores de su fábrica para ahorrar costes, de un lado, y una crisis de salud seria que sufrirá su hijo. Para unos ha sido la pandemia, para Philippe en la película son estos dos sucesos los que le llevan a pensar, a pararse un momento, a verse desde fuera y ver lo que está haciendo con su vida. 

Es más habitual que las películas sobre el mundo del trabajo y sus excesos se cuenten desde el punto de vista de los obreros o de los empleados. Menos a menudo se muestra la visión de los jefes y, generalmente, cuando se hace aparecen directivos sin escrúpulos que no tienen dudas ni se plantean en ningún momento por el impacto social de sus decisiones. Por eso esta película ofrece algo diferente. Philippe no se vuelve un ansistema radical ni peligroso, no. Sencillamente se cuestiona las cosas, lo que tiene que hacer porque sí. Se atreve a poner en cuestión las órdenes que le llegan, a preguntarse si no habrá otra forma de proceder. En un momento del filme le escuchamos decir una frase muy potente: "la libertad me saldrá cara, pero no tiene precio". La película, ya con los títulos de crédito, termina con la estupenda Les gens qui doutent, de Anne Sylvestre, que alaba a la gente que duda, que se contradice, que tiembla y que no son como deben ser. 

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