Mont Saint-Michel

 

El Mont Saint-Michel es uno de los lugares más asombrosos que he visto en mi vida. Tenía muchas ganas de visitar este pequeño pueblo construido sobre una isla rocosa en Normandía. Una auténtica postal. Un prodigio de la arquitectura. La puerta a un viaje atrás en el tiempo. Una experiencia extraordinaria. Lo primero que sobrecoge al acercarse a Mont Saint-Michel es la belleza y la majestuosidad de esa construcción. No parece real. Cuesta hacerse a la idea de que lo es, de que de verdad estamos ante un lugar increíble cuya historia se remonta al año 708, cuando el entonces obispo de Avranches decidió elevar en el que se llamaba Mont Tombe un santurio en honor al arcángel san Miguel. 


La historia de Mont Saint-Michel es, en cierta forma, un compendio de buena parte de la historia de Francia y de Europa desde entonces. Pronto se convirtió en lugar de peregrinaje. En el siglo X se empezó a desarrollar el pueblo a los pies de la abadía, donde se instalaron entonces los benedictinos. En la Guerra de los Cien Años, que en realidad duró más de un siglo (de 1337 a 1453), Mont Saint-Michel fue inexpugnable ante el asedio de las tropas inglesas, dado su carácter de fortaleza y su peculiaridad, ya que está completamente rodeado por el mar. Durante la Revolución Francesa se disolvió la comunidad religiosa y se utilizó como prisión. En 1874 se convirtió en monumento histórico y en 1979 se incluyó en la lista del patrimonio mundial de la UNESCO. Actualmente, monjes y monjas de fraternidades de Jerusalén viven en la abadía. 


Todo en Mont Saint-Michel es único. No se puede acceder al peñasco en coche, sino sólo a pie o a través de un bus gratuito que se puede coger en un parking cercano. El paseo a pie es de una media hora y vale mucho la pena. Cerca de 3 millones de turistas visitan Mont Saint-Michel cada año. Hay muchas visitas de colegios, también peregrinos y, sobre todo, visitas de grupos de turistas. Nosotros viajamos desde Rennes, que está conectado con tren con París. De allí a Mont Saint-Michel se puede coger un bus, en un trayecto de poco más de una hora. Hicimos noche en uno de los pocos hoteles que hay dentro del pueblo. Es una experiencia fabulosa. Por la mañana, hasta que empiezan a llegar los grupos de los turistas, y por la tarde, a eso de las seis o seis y media, cuando ya se van marchando, uno siente de verdad que viaja en el tiempo y se ve en un pueblo medieval. Pasar la noche allí es muy recomendable. No son muchos los visitantes que lo hacen, ya que se suelen hacer viajes de un día. Impresiona

Por supuesto, la abadía, y las distintas construcciones que incluye, son el gran aliciente de Mont Saint-Michel, pero antes de visitarla, también es interesante pasear por la bahía aprovechando la marea baja, recorrer la muralla o visitar la iglesia parroquial de Saint Pierre, que es lugar de paso de los peregrinos antes de entrar en la abadía. Las casas de piedra con techos de madera conservan de forma escrupulosa, con mucho cuidado, el aspecto del pueblo medieval. Una vez dentro del recinto de la abadía, impacta constatar la pericia y la maestría de los arquitectos que hace tantos siglos erigieron de forma integrada con la roca del islote esa adabía. 

Se visita la sala de los Guardias, la terraza oeste (donde uno toma definitivamente conciencia de lo peculiar que es el escenario donde se erige la abadía, totalmente rodeada del mar), la iglesia abacial, el impresionante claustro, el refectorio, la sala de los huéspedes (donde se recibía a los visitantes más ilustres, incluidos los reyes de Francia a lo largo de los siglos), la cripta, la capilla de San Esteban y la sala de los caballeros, entre otras estancias, antes de pasear por los jardines. 

Mon Saint-Michel también tiene su propia historia gastronómica. Los crèpes, las galletes y los platos de mejillones están por todas partes. Hay un plato propio de la zona, la tortilla soufflé Mère Polard, que creó Annette Boutiaut, quien llegó como camarera al pueblo en 1872 y que montó su propio restaurante tras casarse con Victor Poulard. Es una receta sencilla y contundente, perfecta para que los peregrinos que llegan a Mont Saint-Michel repongan fuerza. Son tortillas hechas en horno de leña. Muy rica. El cordero de prado salado y los platos de marisco y pescado de la bahía son otras especialidades gastronómicas de este lugar tan extraordinario que, ya digo, hay que visitar al menos una vez en la vida. 

Terminamos nuestro viaje por Francia en Rennes, ciudad que no puedo decir que conociéramos, ya que sólo estuvimos allí una noche antes de volver a París. Con todo, lo que pudimos ver nos encantó. Una ciudad de unos 200.000 habitantes, de esas en las que se aprecia que debe de haber gran calidad de vida, con muchos carriles bici, con multitud de terrazas en cada plaza y con varios atractivos arquitectónicos como el Parlamento de Bretaña, región de la que es capital, o la cantidad de casas de madera que embellecen su centro histórico. Un perfecto colofón a un viaje muy disfrutado que empezó en París. Comencé esta serie de artículos hablando de una entrevista de Vila-Matas en El Cultural, en la que habla de la importancia de París en su vida. En ella, el escritor también reflexiona sobre el nacionalismo y dice que prefiere "un nacionalismo al revés, Barthes lo llamaba un “racismo inverso”. Consiste en enamorarse de un país extranjero". Sospecho que algo así me ocurre con Francia. Y me encanta que así sea. 

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