El pensamiento conspiranoico

 

Tendemos a pensar que vivimos tiempos excepcionales, que lo que nos pasa nunca antes le pasó a nadie, que todo lo que nos ocurre es histórico. La realidad, claro, es bien distinta. Por ejemplo, la conspiranoia y los bulos. Claro que vivimos en un tiempo de auge de esta clase de mensajes, pero no es nada nuevo, siempre estuvieron ahí, como recuerda Noel Ceballos en El pensamiento conspiranoico (Arpa), un ensayo divertido, lúcido, irónico y erudito cuyo impagable subtítulo es Terraplanismo, Illuminati, ufología o cómo la paranoia se ha convertido en la herramienta perfecta para pensar el mundo
El autor incluye inevitables menciones a la actualidad, como el negacionismo de las vacunas, o hasta de la misma existencia del Covid-19, o la llegada de Donald Trump, ese conspiranoico en jefe, a la Casa Blanca, pero lo que más me interesa de la obra son, precisamente, los ejemplos pretéritos de esa misma práctica que hoy encuentra en las redes sociales su mayor plataforma de difusión, pero que de nueva no tiene nada. 

De todas las que menciona en la obra, quizá mi teoría conspirativa preferida sea la hipótesis del tiempo fantasma defendida por Heribert Illig, según la cual un acuerdo entre el tercer emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, con el Papa Silvestre II y el monarca bizantino Constantino VII para realizar una corrección en las fechas de inicio de sus respectivos reinados en el año 996 (o 1.000, claro, según las teorías), provocó que se hiciera un ajuste artificial de 297 años en los calendarios juliano y gregoriano. Es decir, ahora viene lo bueno, según esta teoría, tres siglos de la Historia oficial no existieron en realidad, son inventos, incluido Carlomagno. Niegan la existencia de la Alta Edad Media, por el hecho de que hay pocos documentos históricos de esa época en Europa. Hay suficientes pruebas de observación astronómica, arqueológicas, literarias e históricas fuera de Europa de ese periodo (entre los años 614 y 911 d.C.) como para desmontar esa teoría.

Pero hay más, muchas. Por ejemplo, el libro del químico escocés John Robinson titulado, toma aire, Pruebas de una conspiración contra todas las religiones y los gobiernos de Europa llevada a cabo a través de reuniones secretas entre francmasones: Illuminati y sociedades lectoras, casi nada, publicado en 1797, que culpa a las sociedades secretas de la Revolución francesa. O la teoría, aún con mucho predicamento, del Nuevo Orden Mundial, que tiene su origen en unas palabras del primer ministro británico Benjamin Disraeli en su novela Coningsby.

Estados Unidos ha sido estos últimos años, y sigue siendo, el paraíso en la tierra de los conspiranoicos. Es inenarrable, por ejemplo, la capacidad de Axel Jones, líder de extrema derecha mediática en aquel país, para difundir toda clase de bulos. Uno de los más surrealistas fue aquel en el que aseguró que Trump no se contagió de covid, sino que todo fue un plan del estado profundo para matarlo. Naturalmente, eso no pasó y, naturalmente, Jones no pidió perdón sino que dijo que ese hombre que salió del hospital en realidad no era el verdadero Trump, sino un clon, ya que el auténtico Trump seguía hospitalizado. Este mismo señor, Jones, sostuvo que el gobierno provoca los tiroteos en las escuelas para imponer puntos de su agenda globalista. Llegó a decir que la masacre de la escuela de primaria de Sandy Hook en la que fueron asesinadas veintiocho personas fue una realidad un teatro, que todos eran actores, incluidos los niños asesinados y sus familiares. Su medio, InfoWars, se financia anunciando productos alternativos y pseudocientíficos, crecepelos y cosas así. Trump, que lo adoraba, lo dejó de lado.

Por supuesto, por las páginas de El pensamiento conspiranoico circula también el espantajo del globalismo, la bestia negra de parte de la extrema izquierda como de la extrema derecha. “Uno de los dos movimientos antiglobalistas ha de helarte el corazón”, escribe. No puede faltar George Soros, claro, que juega hoy el papel que en su día jugaron los Rothschild, judíos como él. El libro explica que hoy QAnon, ese movimiento ultra que tanto apoyó a Trump, perpetúa el antisemitismo de siempre, sólo que algo más disfrazado.

La lista de teorías conspirativas es interminable, desde el área 51, un campo de pruebas militar en Estados Unidos donde hay quien sostiene que se guardan ovnis y aliens, y que entre 1.500 y 3.000 personas intentaron asaltar en 2019, un año antes de la toma del Capitolio, hasta el juego que dan los chemtrails, las estelas de condensación que los aviones dejan en el cielo cuando vuelan a gran altura. Aunque la ciencia explica que en ciertas condiciones atmosféricas es normal que se formen senderos de vapor a base de agua, los conspiranoicos creen ver la prueba de que nos están rociando vete a saber con qué sustancia y con qué malvadas intenciones.

El autor, que en la parte final del libro reconoce que hay ciertas teorías conspirativas que le hacen tilín, porque no es de piebra, no niega la existencia de grandes corporaciones con poderes inmensos ni tampoco tiene un discurso naive consistente en afirmar que no hay secretos de ningún tipo y que conocemos la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad de todo. Señala a Zuckerberg como culpable directo del auge del pensamiento conspiranoico, por la laxitud de las redes sociales con toda clase de mensajes disparatados. Según un estudio de DAS Seguros publicado en 2018 que cita Noel Ceballos en su obra, las noticias falsas tienen hasta un 70% más de probabilidades de ser compartidas que las verídicas. Ése es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo y, aunque como nos demuestra El pensamiento conspiranoico no sea algo demasiado nuevo, no deja por ello de ser muy inquietante. Es difícil combatir a los conspiranoicos porque, iluminados ellos, siempre encontrarán la forma de que la realidad les dé la razón frente a quienes, pobres infelices, nos creemos las verdades oficiales. Al fin y al cabo, es muy tentador sentirse superior, poseedor de una verdad que malvados y oscuros poderes quieren ocultar. 

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