Mi suicidio

 

Como todo buen libro sobre la muerte, Mi suicidio, de Henri Roorda, habla en realidad de la vida. La obra, editada por Trama Editorial, con traducción de Miguel Rubio, iba a titularse inicialmente El pesimismo alegre. Publicada en 1926, esta nota de despedida del autor, que fue pedagogo, escritor, profesor de matemáticas y amante de la vida, es una auténtica joya. Es un libro tan pequeño en extensión como poderoso en el fondo, en el contenido. 


Cuando me hablan de los Intereses Superiores de la Humanidad no comprendo de qué me hablan. Pero me gusta el solomillo de corzo y el borgoña viejo. Y sé lo adorable que puede ser la poesía, la música y la sonrisa de la mujer”, leemos. El autor se despide en este librito de la vida, que tanto ha disfrutado. Reflexiona sobre el dinero y su excesiva importancia en la sociedad. Escribe de lo que de verdad importa (“me parece que ahora distingo mejor lo que posee valor en la vida. Soy feliz viendo el cielo, los árboles, las flores, los animales, los árboles. VER me hace feliz") y también reconoce que, en parte, envidia a los buenos ciudadanos, los cumplidores y formales, pero también ensalza a los rebeldes.  “De vez en cuando hace falta que se produzca algún desorden en el mundo para que puedan brotar las cosas nuevas. El desorden lo provocan siempre los malos ciudadanos, esos entusiastas que sienten la embriaguez de las palabras”, escribe. 

Roorda considera que lo más importante de la vida es el amor (“si yo hubiese creado el mundo, habría situado el amor al final de la vida. Los seres humanos se habrían visto sostenidos, hasta el final, por una esperanza confusa pero prodigiosa”) y también pone en valor la amistad (“tuve siempre tan buenos amigos que en cierta medida sigo teniendo buena opinión de mí mismo"). Por el contrario, recela del matrimonio, que considera "en la inmensa mayoría de los casos, un vínculo que hace sufrir". 

Aunque en algún pasaje de la obra hay un cierto poso melancólico, como cuando se define como "un jugador que no pediría otra cosa que continuar jugando, pero que no quiere aceptar las reglas del juego", predomina en la obra un tono vitalista y alegre, su forma apasionada de entender la existencia. Como, por ejemplo, cuando confiesa: “necesito percibir, en el futuro inmediato, momentos de exaltación y de alegría. Sólo soy feliz cuando adoro algo. No comprendo la indiferencia con la que tantas personas soportan todos los días esas horas vacías en que no hacen otra cosa que esperar”. Incluso cuando habla de su decisión ya tomada de suicidarse, cuenta que: “a lo largo del día mi humor varía a menudo. Hay momentos en los que me olvido de que voy a morir. Entonces sonrió y canturreó las melodías que me gustan, pues todavía hay en mí una gran provisión de alegría. Destruir todo esto es un gran despilfarro. Aunque nunca aprendí a ser ahorrador”. 

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