Vuelos separados

 

En la portada de la edición de Gallo Nero de Vuelos separados, el libro de relatos de Andre Dubus, aparece una preciosa y aparentemente apacible casa de campo. Es una imagen bucólica, un hogar en apariencia perfecto. Pero, como ocurre siempre, es imposible saber qué hay detrás de las ventanas y la puerta de esa casa, qué sienten sus habitantes, cuáles son sus secretos, sus temores, sus esperanzas. El hogar, y más concretamente la vida en pareja, como foco de conflictos y malestar es el hilo conductor de los siete relatos contenidos en la obra, con traducción al español de David Paradela López en la citada edición.


Digamos que el tono no es particularmente esperanzador y que la visión del autor sobre el matrimonio dista mucho de ser amable o complaciente. La infidelidad aparece en casi todas las historias. También el remordimiento, la culpa y el desengaño. La prosa precisa, la descripción de los espacios, la construcción de los personajes, los diálogos y la creación de ambientes, son los puntos fuertes de un libro que, ya digo, no es la alegría de la huerta, pero que es una muestra de buena literatura de principio a fin. La obra se abre con Ya no vivimos aquí, que más que un relato es una novela corta, y que alcanza en sus apenas 100 páginas mucha más profundidad que muchas novelas de 400 páginas. Es un acierto que el libro comience con esta historia, por su calidad y porque deja claro cuál será el escenario y el tono del resto de historias.

Igual que la casa de la imagen de la portada, la pareja protagonista es en apariencia una pareja feliz, perfecta. En realidad, él está siendo infiel a su esposa con la mujer de su mejor amigo y, a la vez, intenta empujar a aquella a tener relaciones con éste. Son, en el fondo, dos matrimonios destrozados, pese a la fachada que hace creer lo contrario.Hay dos clases de personas, las que son infelices y lo parecen y las que lo son pero no lo parecen”, leemos en un pasaje de la nouvelle

A esa historia le sigue el relato Al monte, la más breve, que se centra en una historia de desamor de un marine (como lo fue el autor del libro) en Japón. En El médico, en el que un doctor felizmente casado y con cuatro hijos sufre un trauma por una situación inesperada, constatamos cómo la vida puede cambiar en un instante, mientras que En mi vida, muy duro, sobre una violación, tiene el comienzo más potente de todos los relatos contenidos en la obra: “el día que electrocutaron a Sonny Broussard tuve los rulos puestos toda la tarde”.

De nuevo, el amor, el sexo y las relaciones de pareja están presentes en Si conocieran a Yvonne. En este caso, el protagonista sufre la culpa que le inculcaron en un colegio de una congregación católica en el que se presentaba el "autoabuso”, la masturbación, como el más mortal e imperdonable de los pecados. En El hundimiento, Miranda y Peter mantienen una relación, aunque ella tiene novio. “-En realidad no la querías. Sólo creías que la querías. -Nunca te entendido cuál es la diferencia”, leemos en uno de los diálogos más lúcidos del libro. 

La obra concluye con el relato que da título al libro, Vuelos separados, centrado nuevamente en un matrimonio. Ella, Beth, está insatisfecha, siente que ha echado a perder su vida, e intenta inculcarle a su hja Peggy la necesidad de ser independiente. Termino la crítica con un pasaje de este último relato, en el que se relata el agnosticismo de la protagonista y que resume bien las virtudes narrativas del autor: 

La habían criado como católica, pero en algún momento entre el inicio de la universidad y la boda con Lee había dejado de serlo. Había ocurrido sin que se diera cuenta, como cuando la cara se te broncea en verano o se te pone blanca en invierno. Ningún profesor iconoclasta ni ninguna compañera de piso agnóstica tenían la culpa: había sido, en gran parte, cuestión de dormir hasta la tarde los domingos. Al recordarlo ahora, pensaba que tuvo que haber algo más, el cuestionamiento de algún punto del dogma, alguna desavenencia con algún cura, algún libro, algún curso de filosofía. Pero no, y se sentía avergonzada: no por no tener religión, sino porque había cambiado su vida sin planteárselo siquiera”. 

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