Para acabar con Eddy Bellegueule


Para acabar con Eddy Bellegueule, de Édouard Louis, es cualquier cosa menos un libro fácil de adaptar al teatro. Tenía mucha intriga por ver la adaptación de la novela que llevó a cabo Pamela Carter, y que ahora pone en pie La Joven en el Teatro La Abadía, con dirección de José Luis Arellano García. La adaptación es extraordinaria, muy honesta y fiel al libro original. Renuncia a hacer una  versión teatral canónica de la novela, es del todo menos convencional, y opta por darle todo el peso la obra a dos intérpretes que se dirigen a los espectadores durante toda la función, explican el contexto de la historia, actúan, dan vida a todos los papeles de la función, se cambian de ropa, adaptan la escenografía, cantan y bailan, bailan muchísimo. 


La obra es, entre otras muchas cosas, un reto interpretativo mayúsculo superado con nota por los dos actores jóvenes. Con las interpretaciones portentosas de Julio Montañana Hidalgo y Raúl Pulido, y con una puesta en escena libérrima y talentosa, que integra con naturalidad el vídeo y la música, la obra capta bien el impacto de la novela en la que Édouard Louis retrata su infancia en un pueblo del norte de Francia y su huida de ese entorno asfixiante y homófobo. Hay momentos muy duros en la función, en los que resuenan los insultos y el odio, la sinrazón y la violencia. También hay vías de escape, siempre ligadas a la cultura, en este caso, a la música, con la que Eddy se libera de ese entorno opresor, y también al teatro, que le salvó la vida. 


A Gerardo Vera, leyenda del teatro español fallecido el año pasado, le cautivó el libro y decidió dirigir esta adaptación. Iba ser la primera vez que se pusiera al frente de La Joven. El libro de mano de la obra incluye las notas que el director escribió para el público. Son brillantes. Recojo sólo un pasaje: “Eddy es como un escupitajo espeso arrojado con violencia contra las conciencias bienpensantes de una sociedad instalada en una insensibilidad profunda hacia el dolor de los otros, en un deleznable rechazo a los que son diferentes”. Es difícil expresar en menos palabras lo que supuso aquel libro, una auténtica revelación en Francia y en el extranjero, un libro lleno de verdad con el que es imposible no sentirse identificado. 


La adaptación teatral logra esa misión casi imposible de llevar a escena con dos únicos actores y con una escenografía modesta pero  muy bien aprovechada la historia desgarradora del libro. Lo hace, además, con la vocación admirable y necesaria de llegar a los más jóvenes, como ocurre siempre con las producciones de esta compañía, ya que se celebran pases matinales para colegios e institutos como aquel en el que a Eddy le hicieron la vida imposible. Qué bien nos habría venido a muchos ver una historia así en el teatro. Qué magnífico es que los jóvenes de hoy en día crezcan con este tipo de historias, aunque enfaden a los retrógrados de siempre. 


Una de las muchas virtudes de la obra de Édouard Louis es que tiene un discurso claro y muy comprometido sobre la sociedad actual y las desiguales por clases sociales. Habla abiertamente de lo difícil que lo tienen las clases pobres, como su familia, de las pocas posibilidades reales que se le ofrecen a alguien de un pequeño pueblo del norte de Francia, y de tantos otros sitios, para escapar de los prejuicios, de la violencia, de la vida miserable a la que parece condenado. En la obra aparece el acoso escolar que el autor sufrió de niño y también la falta de cariño en su casa, con un padre poco hablador y de bruscas maneras, un hombre a la vieja usanza, que se desespera al ver que su hijo es diferente, afeminado, no un hombre, hombre. La idea de masculinidad es un eje central de la obra. Esa rigidez, ese rol que se otorga al hombre en ciertos entornos, donde no se le deja ser sensible, ni llorar, donde lo que se entiende que es natural en él es la violencia gratuita, las malas formas, el alcohol y, por supuesto, el odio a los homosexuales. Hay muchos pasajes durísimos en la obra, quizá ninguno como aquellos en los que Eddy de fuerza a ser un hombre y en los que llega a insultar a otros llamándoles “maricón”, porque piensa que así él se librará de los insultos. O ese otro pasaje en el que el protagonista constata que es insultado y odiado por ser quien es, no por lo que hace o dice, sólo por ser. 


Los bailes de Eddy en escena son como momentos de liberación, instantes en los que él y los espectadores sueñan con escapar de esa vida tan gris, de este contexto opresor que no le deja ser como es. El estilo libérrimo y muy original de la función refuerza el mensaje del libro y es fiel a su historia al tiempo que logra tener un valor propio en sí misma. Desde luego, es una excelente puerta de entrada en la novela y, en general, en la obra de Édouard Louis, quien ha seguido reflexionado sobre la violencia, las clases bajas, el racismo y la homofobia en otros libros posteriores. Esta historia real, tan dura, pero a la vez tan esperanzadora, porque es una historia de huida de un destino atroz, podrá verse en La Abadía hasta el 14 de noviembre. Yo no me la perdería. 

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