Reencuentro con Donosti

 

2020 fue el año de las renuncias, la preocupación, el miedo, las pérdidas, la vida interrumpida. Gracias a las vacunas, 2021 está siendo el año de los reencuentros, del regreso progresivo a la vida de antes, al menos, a lo que más echábamos de menos de esa vieja normalidad. Estos días he podido al fin reencontrarme con Donosti y con las personas que tanto quiero allí arriba, con las que tan feliz me siento, que son para mí hogar. He vuelto a disfrutar con la armonía de las calles de la ciudad, donde nada desentona, donde todo realza la belleza.


He saboreado su gastronomía, tan variada, tan irresistible y tentadora como lo recordaba. He vuelto a quedarme quieto mucho rato, como hipnotizado, ante la playa de la Concha, la más bonita y especial. He paseado por la noche ante un Kursaal iluminado, perfectamente integrado en su entorno natural, en la desembocadura del Urumea en el mar. He sonreído ante la vida y la actividad de la ciudad, con terrazas llenas de ganas de recuperar el tiempo perdido. Se ve que, poco a poco, va volviendo el turismo, sobre todo, francés, a juzgar por lo mucho que se escucha este idioma por la calle.


También he vuelto a experimentar el clima variable de esta ciudad, que es algo así como ese defectillo que le perdonamos a alguien que queremos mucho, que de alguna manera forma parte de su encanto, como ese tic simpático o ese chascarrillo recurrente que a otros puede contrariar, pero que, viniendo de quien viene, de una ciudad amada donde tanto he disfrutado, paso por alto. Y también he tomado el sol, porque no es del todo cierto eso de que aquí siempre hace un tiempo de perros. He contemplado la imponente catedral, a la que en el fondo le sienta bien la lluvia. He vuelto a escuchar euskera y a celebrar la diversidad lingüística, esa riqueza que sólo desde la necedad se puede ver como algo distinto a una bendición, a una enorme suerte.

He vuelto, en fin, a disfrutar de la belleza embriagadora de esta ciudad asombrosa. He vuelto a pensar que el carrusel situado frente al imponente edificio del ayuntamiento de la ciudad, al lado de la Concha, es de una belleza de otro tiempo. He tomado por primera vez un barco hacia la isla de Santa Clara, un lugar precioso, entre otras razones, por las espléndidas vistas de la ciudad. El paseo en barco permite contemplar la bahía donostiarra, escoltada por el monte Urgull a un lado y por el monte Igeldo al otro. He hecho fotos sin parar, sin ser yo nada de eso, porque cuando el sol luce en Donosti es irresistible fotografiarla del derecho y del revés, desde todos los ángulos posibles. 

También he visitado por primera vez el Aquarium, muy interesante y cuidado, en el que, además de las distintas especies marinas, incluidos dos tiburones, se pueden ver distintas exposiciones, como una dedicada al pecio del João Pessoa, un barco alemán hundido en la bahía de San Sebastián en 1942. Visita muy recomendable. 

Me ha emocionado encontrar por la calle placas conmemorativas que recuerdan  a personas asesinadas por la violencia terrorista en la ciudad más bella que jamás vio el sol, como canta La Oreja de Van Gogh en su emotiva canción Sirenas, un ejercicio de memoria de aquel tiempo del terrorismo etarra en el que el odio y la sinrazón golpearon a la sociedad. He ido al cine, algo que me gusta siempre hacer en las ciudades más queridas, y además para ver Maixabel, una película extraordinaria que resuena con especial intensidad y emoción en Donosti, que aparece en algunos planos de la película. Los rostros de las personas que salen de la sala, prácticamente abarrotada, sus silencios, el sonido de tragar saliva y de contener algún que otro llanto, lo dicen todo.




He paseado sin rumbo por sus calles, sin importarme perderme, es más, buscando deliberadamente perderme fugazmente, despistarme un ratito, antes de encontrar una calle, una plaza o un paisaje que me dejara claro dónde estaba. He observado con calma la Plaza de Gipuzkoa, una de las más bellas de la ciudad. Me ha encantado encontrarme de nuevo con el colorido de las flores que adornan aún más esta ciudad, tan bien cuidada, cuyos edificios te invitan a detenerte para contemplar su aire parisino. He paseado de noche en un día laboral, una de las mejores experiencias en una ciudad ya medio dormida. He vuelto y una otra al boulevard, tan lleno de vida, allí donde termina la Clásica de San Sebastián. He celebrado incluso el apagón de WhatsApp, ya que el día que enmudeció la plataforma de mensajes instantáneos hizo un tiempo espléndido.

Estos días en Donosti, en fin, he vuelto a ser inmensamente feliz. Como siempre allí. Hasta la próxima. 

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