Reencuentro con Barcelona


Igual que ocurre con algunas personas, hay ciertas ciudades que nos ponen contentos de forma automática. A mí me pasa con Barcelona. Me basta con ver pasar taxis amarillos y negros por las calles o con pisar las baldosas con el tan reconocible símbolo de la ciudad, su flor de cuatro pétalos, para estar feliz, para sentirme en casa, una casa elegida, un hogar al que volver cuantas más veces, mejor, en el que detener el tiempo y vivir la vida plenamente. Es una ciudad que siento como propia porque sus calles están llenas de recuerdos de momentos felices y también de tentaciones y nuevas aventuras. Un lugar donde constato que el tiempo es relativo, porque para mí aquí todo es más intenso, más vívido, un lugar en el que recuerdo como en ningún sitio la absoluta irrelevancia de tantas minucias del día a día a las que en ocasiones otorgamos una importancia que no merecen. 


Tras mucho tiempo, demasiado, esta semana he vuelto al fin a Barcelona y, en ella, me he reencontrado también con muchas de las mejores cosas de la vida. Han sido unas días de ensueño, en los que además, como canta Andrés Suárez, hicimos el verano algo más largo, con tiempazo y sol mientras al resto de España llegaban el frío y las lluvias. 




Barcelona me sitúa en un estado permanente de asombro, de nuevo, igual que me pasa con algunas personas, a las que siempre gusta acompañar sea cual sea el plan, con quienes sabes que no te aburrirás, o, mejor, que hasta el aburrimiento a su lado valdrá la pena. Aquello de disfrutar del momento, tan importante, tan necesario, en Barcelona me resulta la única opción posible. Es la forma natural de habitar la ciudad cada vez que vengo. Y es extraordinario. Ha sido una semana maravillosa en la que he construido muchos y muy bellos recuerdos, que ahora intento plasmar para que no se me escapen de vuelta en el AVE hacia Madrid. Por ejemplo, la comida en la Plaza Real, ese oasis con palmeras paralelo a la Rambla, ese lugar que siempre es de los primeros a los que regreso. O esa noche paseando por Gran Vía en la que los semáforos se iban poniendo en verde a nuestro paso, como si fuera algún tipo de sortilegio





O la visita a la Casa Batlló en una de sus llamadas noches mágicas, que culmina con el espectáculo En la mente de Gaudí, de Refik Anadol, una experiencia asombrosa rodeado de pantallas, en un cubo, con imágenes psicodélicas muy coloridas y sugerentes por todos lados, también el techo y el suelo. Antes, en la azotea del dragón, disfrutamos de un concierto de Gigi McFarlane, con temas propios y exquisitas versiones, como la de I’m yours, tema mil veces versionados, que adquirió otro vuelo esa noche. Inolvidable su voz personal y la pasión de sus interpretaciones.


La artista se dirigió al público mitad en español, mitad en inglés. El turismo internacional parece haber vuelto definitivamente a Barcelona, aunque el nivel de afluencia a los lugares más turísticos es mucho menos elevado que el de antes de la pandemia. Aún se encuentran hoteles y locales cerrados, pero las calles están llenas de vida y ganas de recuperar la normalidad. Incluso, si es posible, una normalidad más racional, con menos excesos turísticos. En las calles de Barcelona se pueden ver estos días carteles que anuncian un congreso que se celebrará en la ciudad a principios de octubre en el que se debatirá, precisamente, sobre cómo serán las ciudades del futuro. Por cierto, celebro comprobar que la ciudad gana espacios para el peatón. Es maravilloso que los ayuntamientos de los grandes ciudades comprendan que es necesario caminar hacia un modelo más sostenible, más habitable y humano, lo que pasa, entre otras muchas cosas, por restarle espacio a los coches. Las mejoras que percibo estos días en Barcelona en algunos barrios, como los carriles para peatones y bicis que antes eran para los coches, son ilusionantes. Sé que han despertado polémica, pero creo que es el camino a seguir. Ojalá en otras ciudades, como la mía, tomen nota. 





De todos los lugares que he visitado estos días, quizá el que más me ha impresionado, porque no lo conocía aún pese a haber venido tantas veces a Barcelona, es el Recinto Modernista de Sant Pau. Una joya. Es el conjunto modernista más grande de Europa. Construido entre 1902 y 1930, acogió durante ocho décadas el hospital de la Santa Creu y Sant Pau. Una de las razones de su construcción fue, precisamente, la atención ante situaciones de emergencia sanitaria como una pandemia. La obra de Lluís Domènech i Montaner incluye varios pabellones, conectados entre sí por galerías subterráneas. Es una ciudad dentro de la propia ciudad, con un colorido asombroso y una belleza deslumbrante. Visita obligada que, tengo la sensación, no es tan conocida como otros espacios barceloneses, pero que merece mucho la pena. 


De camino a Sant Pau, celebro al pasar frente a la Sagrada Familia que la construcción del siempre asombroso e impactante templo avanza, con todo listo ya en la torre dedicada a la Virgen María para situar allí antes de navidades la estrella ideada por Gaudí. 




El viernes, por pura casualidad, nos encontramos con los miembros de Filarmónica de Viena entrando en su hotel cerca de Plaza de Cataluña. No hubo suerte con el sorteo de las entradas para el concierto excepcional que realizaron el sábado en el templo de Gaudí, pero al menos lo pude ver por televisión a través de La 2 de TVE, que emitió antes el documental Código Gaudí, sobre la construcción de la Sagrada Familia, escenario privilegiado del concierto de la filarmónica vienesa, y la vida de su creador. Es muy de agradecer que la televisión pública apueste de una forma tan decidida y clara por la cultura. El recital, que fue extraordinario y cuya realización televisiva mostró bien la belleza deslumbrante del templo, incluyó  el estreno mundial de Elysium, una pieza del compositor canadiense Samy Moussa, encargada expresamente para esta ocasión, y la Sinfonía número 4 ‘Romántica’ de Anton Bruckner





Precisamente también fue obra de Gaudí (cuánto le debe Barcelona al genio) el proyecto hidráulico de la sensacional Cascada monumental del parque de la Ciutadella, otra de esas visitas obligadas cada vez que vuelvo a Barcelona y que, naturalmente, no podía faltar en este reencuentro. Por cierto, me gusta ver frente a esa cascada una placa que recuerda a Sonia Rescalvo, quien da nombre a esa glorieta. Sonia fue asesinada en 1991 en ese espacio por ser trans. Es de justicia recordarla, sobre todo ahora que tanta gente niega la existencia de la LGTBIfobia o le resta importancia.



Si hablamos de Gaudí, claro, no puede faltar la visita al Parque Güell. Da igual las veces que vuelva, no importa que recuerde de memoria cada rincón, nunca deja de sorprenderme. 





Otro de los recuerdos construidos estos días es la visita al Tibidabo, coronado por el imponente Templo del Sagrado Corazón. Especialmente impactante es la visita a las torres, que ofrece unas vistas impresionantes de la ciudad. También es emotivo ver la capilla original, donde comenzó todo. El templo remite inevitablemente al Sagrado Corazón de París, ciudad a la que se forma tan deliberada y exitosa Barcelona ha intentado siempre parecerse. Tampoco había visto aún la Universidad de Barcelona, que me gustó mucho, con sus preciosos claustros y jardines. Otro nivel. 



Pero no son sólo los monumentos lo que me enamora de Barcelona. También lo hace su ambiente cosmopolita, la sensación de poder encontrar planes en cualquier sitio, de tener ante ti siempre momentos únicos. Disfrutamos de dos de esos instantes insuperables, del todo azarosos, gracias a sendos artistas callejeros. Además, la misma noche. Primero, con un artista que nos sorprendió con sus acrobacias con un aro a todos los que cenábamos en una terraza del Raval, y después, un cantante que interpretaba obras operísticas cerca de la catedral, en plena calle, ante el que era imposible no detenerse. Fue una noche memorable, culminada por un paseo nocturno sin prisa por el barrio gótico.





En unos días compartiré en el blog más vivencias de estos días en Barcelona, como algunas lecturas o el ansiado regreso al teatro, con el musical Cantando bajo la lluvia, un canto a la vida que siempre viene bien, especialmente en estos momentos tras la dura pandemia que vamos dejando atrás, aunque no haya concluido aún del todo. 





Voy terminando, porque este artículo podría ser eterno, no quiero acabarlo porque siento que mientras siga escribiéndolo, de algún modo alargo estos días inolvidables en Barcelona. La Plaza de España, coronada por el siempre imponente edificio que acoge el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Merecen la pena las vistas  de noche desde la antigua plaza de toros de las Arenas, ahora centro comercial, donde hay restaurantes de todo tipo. Cenamos muy bien en Abrassame, por cierto, igual que otros días  en Casa Luz y el Bar Lobo, en distintas ubicaciones de la ciudad. El Port Vell, siempre atractivo; la Rambla, que Lorca definió como la única ciudad del mundo que no querría que terminara nunca; el Born, que tenía un ambiente formidable el sábado por la mañana; La Barceloneta; Santa María del Mar, la Catedral.... Tiene tantos alicientes Barcelona, tantos espacios emblemáticos e impactantes, tantos lugares únicos, que parece que la catedral queda en un segundo plano, pero su belleza y la de sus alrededores no merecen ser olvidadas





La despedida de Barcelona no ha podido ser mejor esta mañana, con una visita a la 70 edición de la Feria del libro de ocasión, antiguo y moderno, situada en el Paseo de Gracia. Paseando entre casetas, dejándome sorprender por los títulos y las ediciones antiguas, maravillado ante la pasión de los libreros, es imposible no recordar Sant Jordi, que también inunda de libros (y de rosas) las calles barcelonesas cada 23 de abril. Ya queda menos. 


También queda menos de este viaje en el AVE hacia Madrid. Regreso pensando en estos días, en estos recuerdos que quiero conservar para siempre, y también en cómo asociaré este viaje a un punto de inflexión en la pandemia, gracias a la vacunación. Una de las pocas noticias que he seguido esta semana, en la que por lo demás he desconectado al máximo de todo, es el esperanzador descenso del número de contagios a mínimos de más de un año. Ahora sí, parece que la pesadilla empieza a ir quedando atrás. Y no se me ocurre mejor lugar para celebrarlo que las calles de Barcelona. Otro recuerdo más que me hará sonreír cada vez que piense en volver a la ciudad, es decir, prácticamente todo el tiempo. Hasta la próxima. 


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