Passage

 

Uno de los grandes alicientes del agosto madrileño, ese magnífico secreto a voces reservado para los pocos que nos quedamos en la capital este mes, son sus cines de verano. En Madrid en agosto el ritmo de detiene bastante, hay menos gente por todas partes, se pueden organizar planes distintos y, entre ellos, desde ya, incluyo en lugar destacado CinePlaza de verano, el cine de verano de Matadero, ese lugar que siempre sorprende, donde en cualquier época del año hay atractivas propuestas culturales llenas de vida. Cine independiente al aire libre en una noche agosteña en Madrid. Una maravilla.
La película que vi fue Passage, de la directora canadiense Sarah Baril Gaudet. Es una de esas películas en las que no pasa realmente nada, hay largos silencios y planos contemplativos, que son un pedacito de vida. El cine que mucha gente considera lento, el cine que más disfruto. Dos jóvenes, Jean y Gabrielle, viven un verano decisivo en sus vidas, pero la cinta escapa por completo de la trascendencia. Él, homosexual, prepara su marcha del pequeño pueblo en el que vive hacia la gran ciudad, donde no sabe si estudiar o trabajar, pero sobre todo quiere ser él mismo. Ella también duda sobre qué rumbo seguir, aunque tiene claro que desea tener su propia granja y seguir trabajando con animales, a los que adora. 

La película muestra conversaciones, pequeños gestos, paseos, miradas, encuentros con amigos. Una cinta, ya digo, pequeña, sin pretensiones, pero muy auténtica, honesta y bella. Los dos protagonistas viven ese verano entre el vértigo y las ganas locas, entre el temor a lo desconocido y las ansias de vivir algo nuevo. Contemplamos en la pantalla la relación de ambos con sus respectivas familias, las charlas con sus amigos, con los móviles y las tabletas de por medio muchas veces, y sus miedos y deseos, sus temores y sus anhelos. 

La directora se recrea con planos del paisaje, como queriendo señalar que la naturaleza sigue ahí, inmutable, serena, ajena a las tribulaciones de los jóvenes. Este mismo paisaje, parece decirnos, fue testigo ciego de las mismas dudas e incertidumbres, de similares momentos de emoción y nerviosismo de otras personas que fueron jóvenes, que se preguntaron qué querían hacer con su vida, que dudaron y vivieron con intensidad. El verano, con su calor, su ritmo pausado, siempre tiene algo de tránsito, y este filme se detiene en un verano relevante para estos dos jóvenes, que cuentan de forma incondicional con el otro. No hay grandes dramas, ni giros de guión, ni sorpresas. Sólo la vida ante la pantalla. Nada más. Nada menos. 

Un filme delicado y pequeño, de los que se toman su tiempo para contar una historia, en los que el cómo se narra lo que sucede es casi tan importante como el qué. Al salir del cine de verano de Matadero, las conversaciones de los asistentes se centran en los trabajos de verano o la carrera que estudió cada cual. Una película preciosa, una noche maravillosa en el Madrid agosteño que tanto disfrutamos los que guardamos el secreto de que este mes es el mejor para quedarse en la ciudad, al estilo de la protagonista de La virgen de agosto, esa joya de Jonás Trueba que inmortalizó en la pantalla la magia de este mes distinto en la capital. 

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