El estado de opinión


Esta madrugada, mientras finalmente los restos del cohete chino descontrolado se estrellaban en el Índico, cientos de personas se reunían para beber alcohol, abrazarse y gritar, en muchos casos sin mascarillas, en plazas de toda España. Era su forma de celebrar el final del estado de alarma, que suspende muchas de las restricciones que se han aplicado hasta ahora para combatir la pandemia del coronavirus. Es una imagen triste por muchas razones. Es agotador escuchar a ciertas personas irresponsables decir que ya toca recuperar la vida, como si quienes hemos reducido nuestra vida social fuéramos unos amargados, como si a los demás nos encantara llevar una mascarilla o rechazar planes que nos apetecen, pero que no consideramos seguros, como si pudiéramos decidir sólo diciéndolo que la pandemia se ha acabado, ajenos a los datos y a la realidad. 

Los cánticos de quienes anoche llenaron la Puerta del Sol en Madrid iban del simple “Libertad” (¿de qué me suena eso?) al clásico “alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual”. En este caso, claro, lo que les da igual son los ingresados en los hospitales, las UCI saturadas y los muertos por coronavirus. Hay una parte de la población, afortunadamente minoritaria, o eso quiero pensar, que decidió hace tiempo que esto de la prudencia para combatir al virus y proteger a las personas más vulnerables no iba con ellos. Que ya estaba bien, que hasta aquí habían llegado. Que ya tenían bastante y no querían oír hablar más de desgracias y penas, que todos los que seguimos siendo responsables en realidad somos unos cenizos que no entendemos nada de la vida ni de la sacrosanta libertad. Que esto del toque de queda y del estado de alarma era una dictadura peligrosa. Que es momento de fiesta, pase lo que pase, el resultado, en efecto. les da igual. Que quedar a comer cada día con alguien distinto no es tan peligroso. Que los que seguimos con la misma cautela desde hace meses, independientemente de lo que decidan los políticos, somos unos cagados y unos moralistas. Que no le hablemos de personas de riesgo en nuestra familia o de gente querida muerta por el virus, que toca ya libertad y fiesta, que no les amarguemos más ya. No me siento mejor que nadie por no haber pisado un bar en diez meses, pero agradecería que nadie me abroncara o juzgara por ello.

Todos estamos cansados de las restricciones, de la mascarilla y de esta maldita pandemia que ha puesto en suspenso nuestras vidas. A todos nos molesta llevar la mascarilla, por cierto, por más que algunos digan eso de “yo es que no puedo, yo no lo soporto”, como si los demás la lleváramos por gusto, porque nos hubiéramos aficionado a ella. En las calles de muchas ciudades españolas esta noche muchos han demostrado que les da exactamente igual el riesgo de la pandemia, la situación de los hospitales y los todavía más de 100 muertos diarios en España por el coronavirus. Ellos quieren su fiesta, sus cañas, su libertad.

Estos días, tras el arrollador y e inapelable triunfo electoral de Ayuso en la Comunidad de Madrid, se ha repetido hasta la extenuación que la candidata del PP ha sido la única que supo conectar con un estado de opinión de la calle. Ese estado de opinión consiste en el hartazgo con esta situación, en la fatiga pandémica. Según este análisis, Ayuso supo conectar bien con ese pensamiento generalizado en la población y de ahí que su laxitud en las medidas para combatir el coronavirus, aunque Madrid sea la región con una peor situación en sus UCI, haya sido premiada en las urnas. Viendo las imágenes de anoche en la Puerta del Sol me pregunto si es éste el estado de opinión con el que ha sabido conectar Ayuso. No digo, naturalmente, que todos sus votantes sean partidarios del descontrol y la irresponsabilidad vistas esta noche, ni tampoco que los partidos de la izquierda no deban reflexionar y hacer autocrítica tras el resultado electoral. Tampoco niego que el gobierno central haya cometido muchos errores y que sea lógico que una parte de la población lo haya castigado en las urnas, ni, por supuesto, que la presencia de Iglesias como candidato no haya movilizado muchísimo voto... hacia el PP. Es decir, hay muchos otros factores que pueden explicar el triunfo de Ayuso, pero esa laxitud ante la pandemia, ese acostumbrarse a vivir en riesgo extremo, con una incidencia acumulada mucho más alta que la media nacional pero medidas más suaves contra el coronavirus, sí parece una de las claves evidentes de ese triunfo. Y no puedo evitar que me entristezca. 

Hemos repetido mucho estos días lo del clima de opinión y también una idea peregrina según la cual el triunfo en las elecciones no sólo da, naturalmente, la legitimidad para gobernar, sino que encima da la razón a quien gana, de tal forma que el resultado de las elecciones del martes vendrían a validar la postura del gobierno autonómico madrileño ante la pandemia. El caso es que, a la luz del resultado electoral del martes, ayer Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno central, se descolgó con unas declaraciones en las que animaba a los españoles a ir haciendo planes, a pensar en abrazarse. Es decir, libertad. Si a Ayuso le ha funcionado, pensará... Con los climas de opinión pasa algo curioso: ¿no es populista decirle a los votantes lo que quieren escuchar? ¿Si un estado de opinión es irresponsable y egoísta, no tiene sentido intentar hacer pedagogía? ¿El clima de opinión de un adolescente que quiere algo y lo quiere ya sean cuales sean las consecuencias de sus actos, también debe ser respetado y cumplido a rajatabla? ¿La política es entonces sólo escuchar lo que quiere la gente, aunque lo que quiera vaya en contra de la prudencia debida en la lucha contra una pandemia, y dárselo de inmediato? La dejación de funciones del gobierno central en la lucha contra la pandemia es incomprensible e irresponsable, no se entiende, por más que sus críticos defiendan una cosa (la libertad ayusista y su laxitud) y la contraria (criticar el final del estado de alarma). En política hay que hacer lo que es correcto, no lo que da votos. Y la inmensa mayoría de los políticos españoles, con contadas excepciones de ambos espectros ideológicos, lleva demasiado tiempo pensando sólo en los votos. 

Este estado de opinión, exacerbado esta madrugada hasta el delirio en muchas plazas españolas, es el propio de una sociedad egoísta e individualista. Los políticos españoles lo van a tener muy difícil para tomar medidas duras y aplicar restricciones ante el coronavirus, porque, claro, es que hay que conectar con el estado de opinión. No se vayan a confundir y hagan política, aunque no sean aplaudidos, aunque las medidas que tengan que tomar sean duras. Para qué intentar hacerse entender y apelar a la responsabilidad individual si es mucho mejor decirle a la gente que sí a todo, que beban en interiores de bares, que viajen, que ya está, que total, a donde van unos cientos de muertos más. Claro que no es fácil combatir el virus, por supuesto que no es sencillo y que esa dicotomía entre economía y salud es falsa. Naturalmente que se debe buscar un equilibrio. Pero es descorazonador ver cómo a tantas personas ha dejado de importarles que en su país mueran cada semana cientos de personas por el coronavirus. Sólo porque, ay, el estado de opinión, ya estamos cansados y queremos bares y fiestas.

Algo parece claro, si de la responsabilidad colectiva  como sociedad dependiera salir de esta, podríamos esperar sentados. Menos mal que tenemos a la ciencia y a las vacunas para poder soñar con dejar atrás esta pesadilla a pesar de tantos irresponsables.  

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