Mortal y rosa

 

Tiene Mortal y rosa, la novela que publicó Francisco Umbral tras la muerte de su hijo, un comienzo extrañísimo y también lleno de lirismo, en el que el autor habla de los sueños, el sexo, el cuerpo y otras obsesiones. Es una nebulosa algo confusa hasta que, muy pronto, aparece el niño, “dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gastos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas”. El niño, el que despierta la ternura de Umbral, ese escritor que se construyó un personaje huraño, un tanto soberbio. 


Hasta ahora, todo lo que he leído de Umbral me ha interesado. Por supuesto, el Umbral articulista de prensa, que leí a diario durante sus últimos años en El Mundo, y también el Umbral novelista que escribía en el fondo siempre sobre sí mismo, con un estilo fascinante que cincela cada frase y elige siempre la palabra precisa. En Mortal y rosa, que tenía pendiente, y ya me vale, encontramos también ese estilo deslumbrante, pero aquí es más contenido y poético, más profundo, porque está puesto al servicio de la pérdida de un hijo, un dolor inimaginable, una tragedia que no tiene nombre.

La literatura es la distancia definitiva que perpetuamos entre nosotros y las cosas”, escribe Umbral. El libro, difícil de clasificar, es un largo lamento por la enfermedad y la muerte de su hijo. El mundo pierde sentido cuando muerte. "Estoy oyendo crecer a mi hijo", leemos. Sin duda, en esta obra encontramos las mejores frases de Umbral, sus pasajes más literarios, más profundos, más conseguidos. Por ejemplo, este: “Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás”.

Transita la obra entre recuerdos de su infancia, como aquel cuadro de la sacristía de la iglesia de su ciudad que le deslumbró cuando era monaguillo, o cuando su madre le cortaba las uñas y él, al cortárselas a su hijo, recuerda aquel momento. “Le corto las uñas al niño, no sólo por cortárselas, sino porque cuando lo hago despierta ella en mí”, leemos. Recuerdos, obsesiones y el relato lírico y temeroso de la enfermedad de su hijo ("un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida"). 

También muestra Umbral su fascinación por la literatura, cuando escribe que "los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa”. Naturalmente, como siempre, el autor habla de sí mismo. Es curioso leer que él pensaba de sí mismo que renunciaba a la solemnidad y aspiraba al olvido como autor, algo que no sé si se corresponde del todo con la realidad. También su reflexión sobre cómo, con el paso del tiempo, hasta los autores más controvertidos terminan siendo asimilados por la cultura dominante. “El escritor, el artista, por muy maldito y escandaloso que haya sido, por muy inconveniente que resulte a sus contemporáneos, es reasumido en una posteridad inmediata, es aprovechado, taxidermizado. Lo que en su día fue subversivo con el tiempo se torna instructivo. La cultura es una domesticación”.

Habla un poco de todo Umbral en esta obra, pero la enfermedad del hijo, primero, y la muerte después lo invade todo. No tiene nombre la pérdida de un hijo,no hay manera de ponerle palabras, pero Umbral lo hace con un manejo impecable y conmovedor del idioma. Como en esta frase, que resume el sentido de Mortal y rosa: “Tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote”.

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