Reencuentro con el Prado

Cuando todo se tambalea alrededor y manda la incertidumbre, es reconfortante volver a lo inmutable. Nada mejor que regresar a lo que lleva siglos fascinando a millones de personas para poner pie a tierra, para encontrar alguna certeza en medio de tantas dudas. Nada como volver a los clásicos para tomar perspectiva. Han pasado guerras, pandemias, hambrunas y toda clase de tragedias, pero las obras maestras que alberga el Prado siguen ahí, ofreciendo un espacio de serenidad y belleza, un oasis en tiempos de pandemia.



El Prado y su exposición de regreso, Reencuentro, es estos días un espacio seguro, no por las medidas de seguridad de esta extraña nueva normalidad (medición de temperatura, aforo limitado, mascarillas, gel desinfectante), sino en un sentido más metafórico, más espiritual. Es un espacio seguro porque te hace tomar perspectiva, comprende que el arte está por encima de cualquier coyuntura, que un lienzo glorioso que te deja sin respiración te permite olvidar por un instante la realidad y conectar con algo más profundo, más intenso.

Son atemporales estas obras maestras con las que el Prado se reencuentra con sus visitantes. No pasa el tiempo por ellas porque, como siempre ante el arte más deslumbrante, lo primero que piensa uno frente a estos lienzos es que asombra su extraordinaria modernidad. Recorriendo la galería central del Prado y sus salas adyacentes es imposible no pensar que todo está inventado, o pintado, ya. Muerte, amor, guerras, hambre, poder, sueños, miserias, alegrías... Ahora nos dedicamos a dar vueltas sobre los mismos temas, pero todo está ya ahí, lleva ahí siglos. 

Con el Prado existe el riesgo de sacralizarlo de más y presentarlo como algo ajeno al común de los ciudadanos, sólo apto para expertos en el mundo del arte, cuando en realidad lo que nos encontramos en la pinacoteca es algo que nos apela directamente a todos, que capta la esencia del ser humano, sus principales preocupaciones, anhelos y esperanzas, que siguen siendo, en esencia, las mismas. Pasa lo mismo con cierta literatura, la elevamos a los altares (cómo es lógico), pero la subimos tan arriba que hace que muchos la vean como algo inalcanzable o elitista. Lo que convierte en obras maestras a los cuadros que protagonizan esta exposición en el Prado es, por encima de todo, su atemporalidad, que han cautivado, cautivan y cautivarán, independientemente de la época desde la que se contemplen. 

No hay nada elitista ni cerrado en el Prado. En sus obras hay reyes, pero también mitología (ahí, de nuevo, está todo), y también está la intrahistoria de cada lienzo, sus mil matices. Y hay, sobre todo,belleza, mucha belleza. En esos cuadros están todas las pulsiones humanas. La ternura, la compasión, la crueldad, el miedo, la avaricia, los celos, la pasión. Nada de lo que nos mueve hoy es sustancialmente distinto a lo que podemos encontrar en el Prado. De ahí su vigencia. De ahí su capacidad de removernos tanto tiempo después de haber sido pintados. 

Pocas obras maestras echará en falta el visitante en esta exposición de reencuentro con la pinacoteca madrileña, si exceptuamos El jardín de las delicias, de El Bosco, que no se ha podido trasladar de sala para esta muestra, así que habrá que esperar a que el museo reabra todas sus salas en septiembre para reencontrarnos con ella. Sí encontramos El triunfo de la muerte, otra impresionante obra de El Bosco de una modernidad y un atrevimiento excepcionales. Y, por supuesto, Goya y Velázquez (con Las meninas y Las hilanderas juntas en la misma sala por primera vez desde 1929. Y Tiziano y Rubens. Y El Greco. Y el deslumbrante Retrato de cardenal, de Rafael, un óleo pintado hace cinco siglos que parece una fotografía recién tomada. 

El reencuentro al que alude el título de esta asombrosa exposición se refiere a la reapertura del museo tras la pandemia, pero en muchos casos se remonta a mucho más tiempo atrás. Porque lo íbamos dejando, porque ya habría ocasión. Ocurre lo mismo que con las personas. Si algo sacamos en claro tras estos meses raros es con quién queremos pasar tiempo de calidad. Nos solemos decir que no hace falta ver con mucha frecuencia a nuestros mejores amigos, porque sabemos que siempre estarán ahí. Nos autoconvencemos de ello, pero lo cierto es que la rutina nos atropella y no sabemos reservarle un tiempo a lo importante de verdad, atropellados como vamos por la vida. Con el Prado nos sucede lo mismo. Está ahí y siempre estará. Lo vemos cada día, con sus colas interminables, y pensamos que siempre podremos volver, que no hay prisa. Hasta que todo se detiene y hasta el Prado cierra sus puertas temporalmente.

Es entonces, cuando ocurre lo inimaginable, cuando tomamos conciencia de lo que siempre supimos y nunca debimos olvidar, que el Prado es uno de los mayores tesoros de nuestro país (pocos museos del mundo pueden hacer semejante alarde de colección) y que es una pieza clave de la cultura de España, por lo que es urgente que se le dote de un modelo sostenible que no le haga depender de coyunturas como la actual. Volveremos al Prado antes de que ocurra ninguna desgracia que nos recuerde cuánta belleza nos aguarda en sus salas

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