Parque Lezama

Madrid es estos días un poco Buenos Aires. El escenario del Teatro Fígaro se convierte en el bonaerense parque de Lezama, gracias a la obra de Herg Gardner, dirigida y adaptada por Juan José Campanella. Ya antes de empezar la función, uno se siente trasladado a la formidable capital argentina. Entre el público se escucha el cautivador acento de allá. Se recuerda que hay que apagar los celulares. Se alza el telón y dos veteranos titanes de la interpretación, Luis Brandoni y Eduardo Blanco, dan vida a sendos personajes ancianos que no pueden ser más diferentes entre sí y que, precisamente por eso, se vuelven casi inseparables. Comienza entonces una historia tierna, divertida, fascinante, que cautivó a Campanella cuando tenía 25 años, porque le enamoró su tono. El director de la ganadora del Oscar El secreto de sus ojos quiso desde que vio por primera vez esta obra adaptarla. Lo logró y triunfó en Argentina, donde más de 300.000 espectadores han reído, llorado y reflexionado con la historia de estos dos ancianos, y ahora llega a Madrid para traernos un pedacito de Buenos Aires. 



Luis Brandoni da vida (y de qué excepcional manera) a León Schwartz, un militante comunista que se resiste a llevar la vida calmada y apacible que se espera de él a su edad. Sigue creyendo en los mismos ideales y sigue queriendo vivir la vida al máximo hasta el final. Se sienta en el mismo banco del parque Lezama que Antonio Cardoso, a quien interpreta con su maestría habitual Eduardo Blanco. Él es todo lo contrario a su compañero de charlas: rehuye cualquier clase de rebeldía o conflicto, se conforma con lo que viene, deja correr la vida. Es una relación quijotesca la de ambos. Un Quijote decidido a desfacer entuertos, aunque vaya con muletas, vea poco y el mundo haya cambiado mucho desde su juventud, y un Sancho más racional y conservador, que ve molinos de viento en vez de gigantes, pero que en el fondo encuentra en su compañero una razón para sonreír y volver a ilusionarse con la vida. 

Se llevan a matar, pero de alguna forma se necesitan. El personaje de Brandoni necesita público para sus acciones y al viejete al que da vida Blanco le gustan las historias de aquel. Aunque invente más que hable, aunque fabule demasiado sobre todo. En su apariencia sencilla, Parque Lezama habla de muchas cosas y con gran profundidad, sin perder nunca su tono ligero. Entre otros temas, habla precisamente de cómo necesitamos la ficción y la ilusión para hacer un poco más llevadera la vida. Hay una frase preciosa que pronuncia el quijotesco anciano de esta historia casi al comienzo de la función cuando su compañero del parque, un hombre tranquilo que sólo busca evitar los conflictos, le acusa de mentir e inventárselo todo. "La realidad se me queda chica", le da por respuesta. Se le queda chica la realidad y por eso fabula, se ilusiona, inventa, se entrega a la vida con la misma intensidad que cuando era joven, dispuesto a encontrar una aventura en cada ocasión que se le presente, o que él disponga para sus propósitos. 

La obra muestra ese choque entre la ilusión y la realidad, entre el idealismo y el pragmatismo, que representan ambos personajes. Los dos tienen un modo distinto de enfrentarse a la vida, como quedará demostrado con cada intervención de los otros personajes de la obra, que acompañan a los dos maestros de la interpretación en escena. Desde el oscuro futuro laboral que se cierne sobre el vejete tranquilo, que lleva cuatro décadas siendo el encargado de revisar la caldera de una comunidad, pero que ya no ve y a quien quieren despedir, hasta la especial relación que tiene el histórico militante comunista con su hija Clara (Ana Belén Beas), a quien éste acusa de haberse olvidado de sus principios. 

La función tiene dos actos, con un pequeño descanso de 10 minutos entre ambos. En el segundo se da una maravillosa conversación entre Clara y su padre, en la que ella le muestra su preocupación por los pequeños conflictos que genera la imaginación de su padre, por sus constantes aventuras de aquí para allá. La hija teme por él, pero el padre no soporta sentirse controlado, mucho menos que ella le quiera llevar a una residencia de ancianos. Esa escena es de las más poderosas de la obra, porque se aprecian todos los matices que puede tener el amor entre un padre y una hija. La ternura de la vida compartida, pero también las fricciones. Y, de fondo, las ideas del padre, que siente que su hija ha abandonado. "Cambiaste", le espeta a Clara. "Claro que cambie. Todos cambiamos. El que no cambia es el mundo", le responde la hija, que le dice que no ha dejado de dar batallas, pero ya sólo da las que cree que puede ganar. De nuevo, idealismo frente a pragmatismo. 

La obra, por si no ha quedado claro hasta aquí, es una auténtica delicia, por su capacidad de contar el mundo entero, de hablar de muchas cuestiones interesantes, desde la visión de dos vejetes sentados en un banco en el parque Lezama, hablando de sus cosas, interactuando con un mundo cambiante. Un mundo, por ejemplo, que adopta más y más anglicismos ("diga una palabra más y le denuncio por idiomicidio"), o que vive fascinado con todo lo vintage, pero que prefiere mantener lejos de su vista a los viejos, porque éstos son un anticipo del futuro que todos viviremos, porque nos recuerdan lo que llegaremos a ser, y no nos gusta, preferimos creernos eternamente jóvenes. También de la nosltagia ("que mata más viejos que los ataques al corazón"), de la solidaridad, de cómo las ideas son más grandes que las personas que las tuvieron y del conflicto permanente entre lo que es y lo que debería ser, entre el compromiso y el conformismo, entre el idealismo y el pragmatismo, va esta excepcional obra que yo no me perdería. 

Cuando visité Buenos Aires hace unos años, uno de los muchos motivos por los que me enamoró la ciudad fue la gran vida cultural que transpiraba por todas partes, en especial, en la Avenida Corrientes. Y en sus teatros, entre tanta variedad, había una gran representación de autores españoles. Fue hermoso ver con qué facilidad el teatro cruza el charco, cómo sirve de lazo de unión. Es igualmente bello e ilusionante ver que ese intercambio es de ida y vuelta y que, por unos días, Madrid puede ser un poco Buenos Aires gracias al teatro y a esta fabulosa Parque Lezama que nos regalan Juan José Campanella, Luis Brandoni, Eduardo Blanco y compañía. Una obra que nos recuerda lo importante y necesario que es el teatro para cuando la vida se nos quede chica. 

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