Toy Story 4

Pocas veces la franja de edad de los espectadores de una película es tan amplia como la de cualquier filme de Pixar. Ese es uno de los muchos méritos de este estudio, ahora propiedad de Disney, pero que mantiene sus señas de identidad. Como siempre, había niños, jóvenes que éramos niños cuando todo comenzó con Toy Story en 1995 y mayores, en la sala de los cines Renoir donde nos disponíamos a ver la cuarta entrega de la saga de los juguetes que cobran vida cuando los humanos los pierden de vista. Han pasado 24 años, toda una vida, y las andanzas de Woody, Buzz Ligtyear y compañía nos siguen atrapando como entonces. Entre medias, Pixar ha revolucionado el cine de animación y ha perfeccionado su valiosa y mágica forma de contar historias, siempre con una doble capa de complejidad, para que contente por igual a los pequeños que quedan deslumbrados por los colores, el movimiento y la excelencia en cada plano, y a los mayores, que encuentran en estas películas reflexiones más de fondo sobre el amor, la lealtad y la necesidad de dejar marchar a quien más queremos. 


Los juguetes de Andy, ya en la universidad, viven ahora con Bonnie. Woody, acostumbrado a ser el juguete preferido de Andy, se encuentra ahora en una situación desconocida para él. Se pasan días sin que la niña juegue con él, pero pese a ello él pone todos sus esfuerzos en cuidarla y protegerla. Todo cambia cuando la propia Bonnie se construye con un tenedor de plástico a Forky, un juguete sin conciencia de serlo, porque él tiene interiorizado que es un cubierto de usar y tirar. Este nuevo personaje centrará en buena medida la cuarta historia de Toy Story, que es la excepción que confirma la regla de que no conviene alargar las sagas más allá de lo debido. Esto, que suele ser cierto, no es aplicable a Toy Story. Puede que esta cuarta sea la última, y bien estará, pero mejor aún estaría que hubiera una quinta historia y que estos juguetes y todos sus recuerdos nos siguieran acompañando durante toda nuestra vida. 

Visualmente, como cabe esperar de cualquier película de Pixar, Toy Story 4 es sencillamente excepcional. La cinta sigue el esquema habitual de este tipo de largometrajes. Están los secundarios graciosos, las escenas de humor, la acción, el disimulo de los juguetes para que los humanos no se percaten de su pequeño secreto, la sensibilidad, la ternura y hasta, esta vez, el amor. Todo funciona a la perfección. El factor sorpresa de aquella primera película no se puede repetir, claro, pero la cuarta entrega de Toy Story ofrece exactamente lo que promete. Y eso es muchísimo. 

De nuevo, como en tantas otras películas anteriores, una historia sencilla ofrece un entretenimiento sensacional y, de fondo, cuestiones menos simples. Como la necesidad de aceptar cuando hay que dar un paso al lado, por ejemplo. O la forma de entender que, a veces, hay que dejar marchar a la persona que se quiere. O el valor de la lealtad y el compromiso con los demás. O una nada sutil reivindicación de la independencia personal y del empoderamiento femenino. Todo eso está en la cinta, sí. Pero, como siempre con Pixar, la película se puede disfrutar a distintos niveles. En todos ellos es plenamente satisfactoria. Uno se ríe y se emociona tanto como espera hacerlo al volver a ver a los viejos amigos de Toy Story, esos que lo revolucionaron todo hace 24 años. 

Todo está en su sitio. Estos personajes que conocimos cuando éramos niños nos siguen devolviendo a aquella infancia perdida, pero también nos permiten seguir sus pasos con más madurez, comprendiendo todo lo que implica crecer, los efectos inevitables del paso del tiempo. Todo está en orden, Pixar puede romper todas las normas, incluida la norma no escrita que aconseja no estirar las historias de éxito con más y más secuelas. Que sigan volviendo a Woody y compañía tantas veces como quieran. Aquí estaremos esperándolas. 

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