Notre Dame de Europa




Notre Dame no sólo era el monumento más visitado de Europa y una de las principales catedrales católicas del mundo. Notre Dame era, es, un prodigio arquitectónico, un símbolo cultural inigualable, escenario de la historia francesa de los últimos siglos, es decir, de la historia europea y mundial. Dijo ayer él presidente francés, Emmanuel Macron, que con la catedral de París estaba ardiendo una parte de todos los franceses y tenía razón. Se quedó corto, incluso, porque aunque la tragedia de ayer duela especialmente a los franceses, por todo lo que representa el templo para el país vecino, no hace falta ser francés, ni parisino ni católico para sentir como propio el dolor y la rabia que provocó el devastador incendio. El mundo entero se llenó de ojos llorosos, la tristeza recorrió ayer la sociedad mundial. Lo de ayer fue una tragedia universal, una pérdida irreparable para París, sí, pero también para todo el mundo. 





Entrar en Notre  Dame, contemplar la majestuosa e imponente belleza de esta catedral que empezó a construirse en el siglo XII, abruma como sólo lo hacen las grandes obras de arte, los monumentos que han resistido en pie durante siglos, preservando la cultura, asombrando a millones de personas de distintas épocas. Desde un punto de vista artístico, Notre Dame era extraordinario por muchas razones. Los expertos escriben hoy multitud de artículos reseñando todas las características que hacen, hacían, de la catedral de París un templo único de la cultura universal. Tras el impacto de ayer y la valentía de los bomberos, que permitió contener en parte la tragedia, hoy toca evaluar los daños a la estructura de Notre Dame y a las joyas artísticas que contiene. Cada buena noticia, cada pieza que ha escapado a las llamas, cada rincón que pueda preservarse, será recibido con alivio. Pero todos somos conscientes de que la catedral de París, su corazón, su alma, no volverá a ser ya nunca como antes. 




Notre Dame recibía cada año a unos 13 millones de visitantes, más que ningún otro monumento en Europa. Somos muchos, por tanto, los que guardamos recuerdos imborrables en la catedral de París, los que conservamos imágenes que sabemos que no se podrán repetir, los que ayer, mientras ardía Notre Dame, recurríamos a la memoria y a las fotografías (como las de este artículo, de mi último viaje a París), para añorar lo que el fuego estaba devastando. Las vistas prodigiosas de la mejor ciudad del mundo desde sus torres. Las impresionantes vidrieras, que sobrecogen. Lo insignificante que uno se sentía en su interior, independientemente de si es católico o no. Las leyendas asociadas a este templo. El recuerdo de la novela de Víctor Hugo, tantas veces recreadas después, por ejemplo, por Disney. Las gárgolas, que nadie mira como simples trozos de piedra, que parecen tener vida. La aguja central, que ayer fue la primera en caer a causa del incendio, construida en el siglo XIX. El campanario de Notre Dame y sus techos de madera. Todo eso se llevó anoche el fuego. 




Qué poco importa de repente casi todo ante semejante catástrofe cultural. Qué terrible forma de ponerlo todo en su sitio, qué espantoso toque de atención. El presidente francés tenía programado un discurso a la nación, ayer, a las 20 horas. Se esperaban anuncios importantes para responder a la presión de los chalecos amarillos y al descontento generalizado de la sociedad francesa con su gestión. Naturalmente, se suspendió el discurso. Macron, como todos los franceses, sólo tenía ayer la mirada y la mente puestas en Notre Dame. Un templo construido en el siglo XII, un símbolo, el lugar donde se coronó Napoleón y donde Francia ha despedido a varios de sus presidentes. Un tótem que había resistido al paso del tiempo. Una desgracia que desgarró ayer a Francia entera, pero no sólo. El incendio nos afectó a todos. Todos lo sentimos como propio porque, de alguna manera, lo es. Lo es París. Y, por tanto, lo es Notre Dame, su corazón, a orillas del Sena, el monumento que mantenía unida la París actual con la antigua, el que resistió los envites de la comuna de París y dos guerras mundiales, pero no pudo soportar un incendio accidental en sus obras de reconstrucción. 

Los accidentes pueden ocurrir, claro, ocurren a diario, pero es inmensa la impotencia que causa pensar que esta joya se ha visto tan dañada por culpa de algo así. La investigación determinará qué ha ocurrido, cómo ha podido suceder esta tragedia. Hace sólo unas semanas comenzaron las obras de restauración de Notre Dame, que iban a costar 6 millones de euros y durarían hasta 2020. Ahora, el Estado francés, propietario del templo, está decidido a reconstruir el templo cueste lo que cueste. La Unesco, que lo declaró hace años Patrimonio de la Humanidad, también ha dicho ya que hará todo lo que esté en su mano para levantar lo que el fuego ha derruido. Porque Notre Dame no es sólo un edificio, es mucho más. Lo es para los católicos, que sufren esta terrible tragedia en la semana más especial del año, la Semana Santa; lo es para los franceses, que nunca han perdido de vista la importancia de sus símbolos; y lo es para todo el mundo. 




Volveremos a París pronto, claro. Recorreremos de nuevo las orillas del Sena. Nos dejaremos sorprender por la capital francesa, por su belleza insultante, resistente a todo. Y, cuando pasemos cerca de Notre Dame, cuando nos adentremos en la Île de la Cité, o nos dirijamos hacia la mítica libreria Shakespeare and Co, miraremos hacia Notre Dame, hacia una catedral en reconstrucción, hacia un símbolo caído que jamás podrá volver a ser exactamente como fue, pero que necesitamos que recupere parte de su esplendor perdido. París, la majestuosa, la inigualable, la cautivadora, necesita reparar lo que el fuego dañó ayer, porque lo que ardió fue una parte de Francia, una parte de Europa. 

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