La creciente simpleza del discurso político

La simpleza creciente del discurso político es tan evidente que quizá no habría hecho falta que investigadores de las universidades de Texas, Princeton, Ámsterdam y Dublín realizaran estudios al respecto. Pero, según sus conclusiones, en efecto, no nos equivocamos si pensamos que los políticos desprecian cada vez más la inteligencia de los ciudadanos (votantes), apelando a sus instintos más bajos y simplificando su discurso hasta que encaje en un tuit ingenioso con el que despertar una reacción emocional antes que intentar convencer con argumentos. Estos informes estudian uno de los males de nuestro tiempo, que tiene en Donald Trump y su discurso reñido con la verdad su máximo referente, pero no el único. En España se avecina una campaña electoral, si es que se puede distinguir de verdad cuándo los partidos políticos están de campaña y cuándo no, así que tendremos ocasiones más que sobradas de constatar ese deterioro del discurso político. 


Estos estudios, en línea con otros que demuestran cómo el vocabulario empleado por los políticos es mucho más reducido ahora que en el pasado, pueden conducir a una conclusión positiva, en un primer momento. Ser sencillo, podría pensarse, no es malo, ya que permite a los políticos llegar a un público mayor. Que la política no sea cuestión de unos pocos, que no apele sólo a una élite, es positivo. Pero no conviene confundir la crítica a la simpleza del discurso político con una presunta añoranza de tiempos pretéritos en los que la política no se dirigía al votante medio porque todo lo hacía sin tenerle en cuenta y sin ni siquiera dirigirle la palabra. Porque no va de eso en absoluto. 

El problema es que asumir que un discurso simplista permite llegar a más público pasa por renunciar a construir argumentos complejo para justificar medidas políticas. Y, por supuesto, también implica una renuncia a intentar convencer a los ciudadanos de determinadas posiciones, aunque no sean, de entrada, muy populares. En esencia, echarse en brazos de un discurso político más y más simple cada vez significa dejar de hacer política. Porque la política no es lanzar frases ocurrentes que entren en un tuit ni pretender ofrecer soluciones simples a problemas complejos. Eso es más bien la antipolítica, la que simboliza Trump o el movimiento a favor del Brexit, sostenido, no ya por simplezas, sino directamente, por mentiras. 

Los discursos antiinmigración, es decir, racistas, presentan a un enemigo culpable de todos los males. Igual que el nacional populismo que resurge en Europa. El discurso simple que busca evitar una jerga ininteligible para la mayoría de la población o que pretenda ser didáctico, pero sin dudar de la inteligencia de los ciudadanos, es bienvenido. El problema es que la simpleza creciente del discurso político en los últimos años ha venido acompañada de mentiras y demagogia. La que lleva a Trump a bloquear Estados Unidos durante semanas porque quiere construir un muro con México apelando a una emergencia nacional, aunque las entradas de personas en situación irregular en Estados Unidos desde México no ha hecho más que caer en los últimos años. O la que alimenta a movimientos como el del Frente Nacional en Francia o el partido de las tres letras en España. Disfrazado de discursos sencillos, "sin complejos", que llaman a las cosas por su nombre, en realidad no son más que mensajes demagógicos que necesitan de un enemigo externo al que culpar de todos los males. 

Las redes sociales no son las culpables de esta mayor simpleza del discurso político, desde luego, porque lo que importa no es la herramienta, sino el uso que se le da. Pero, sin duda, las intervenciones políticas parecen cada vez más pensadas en poder ser expuestas en un tuit. O, a lo sumo, en un hilo cortito. Twitter, por sus limitaciones de espacio, no es el lugar idóneo para debatir. No pasa nada. No está para eso. El problema es que los espacios que sí tienen ese propósito, especialmente, el Parlamento, se conviertan en una especie de concurso por ver quién suelta la soflama más simplista, la que que tenga más opciones de convertirse en viral. Hay un refrán que dice que conviene vivir como se piensa, porque si no se termina pensando como se vive. Lo mismo cabría decir del vocabulario empleado, de la riqueza del discurso político. Se empieza reduciendo la política a una sucesión de zascas y tuits ingeniosos y se termina acabando con la esencia de la política. Es decir, conviene hablar como se piensa, porque si no se termina pensando como se habla. A más simpleza en la forma, más vacuidad en el fondo. 

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