"El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". He recordado esta frase escrita por García Márquez en el comienzo de Cien años de soledad leyendo Umbra, la excepcional novela de Silvia Terrón, editada por Caballo de Troya. Uno de los libros más originales e inspiradores que he leído en mucho tiempo. La autora, que antes había publicado varios poemarios, se estrena aquí con la novela mostrando un talento extraordinario, con una voz propia muy potente. Construye un mundo nuevo, posterior al actual, y las cosas no se mencionan señalándolas, sino que directamente la única forma de comunicarse que tienen las personas es a través del tacto, porque viven en un mundo de sombras y de silencio.
No cuesta imaginar lo mucho que disfrutó la autora disfrutó construyendo este mundo nuevo, un futuro en el que el planeta está dividido en dos partes, una de ellas, Umbra, totalmente en la oscuridad, que es donde se ambienta esta obra. Los ecos de las voces pasadas quedan fosilizadas en ecoral, un mineral que además de dejar escapar los ecos por una última vez también da energía, lo que lo hace una pieza codiciada por la principal empresa de energía de esa parte del mundo. En ese mundo hay una élite, que vive en la torre, que sí tiene acceso a la luz. Ellos cuentan con traductores, personas con maestría en el manejo del ecoral, que saben entablar conversaciones con esos ecos del pasado, con ese idioma lejano.
La novela es una delicia. El planteamiento, ya se ve, es muy original, extraordinariamente atractivo. Inventar algo así, echar a volar la imaginación de esa manera, construir un nuevo mundo, ya tiene mucho mérito. Muchísimo. Pero el siguiente reto al que se enfrentó Terrón fue llevar a buen puerto esa historia, hacer avanzar la trama. Y lo consigue con creces. Presenta historias fragmentadas de distintos personajes que en algún punto de la novela se juntarán. Desde una mujer que trabaja transmitiendo mensajes en lenguaje táctil (el servicio de correo de ese mundo futuro de penumbra y silencio que plantea la autora) hasta un arqueólogo que busca el emplazamiento de París, la legendaria ciudad del pasado, a través de los restos de ecoral, de los ecos de ese otro tiempo. París, “la Atlántida de aquellos siglos”.
Umbra plantea toda clase de reflexiones y metáforas, a cual más fascinante que la anterior. Es un prodigio, literatura en vena, esa que tiene la capacidad de nombrar las cosas por primera vez, la que consigue reflexionar sobre el presente inventando un futuro, la que apela al lector de hoy trasladándolo a un tiempo muy lejano. Se reflexiona sobre el futuro de la humanidad y sobre la importancia de la comunicación, sobre cómo se desgasta el lenguaje, sobre lo que pesan e importan las palabras, aunque las malgastemos tan a menudo. Se suele decir que sólo se valora algo cuando se pierde y la autora planta un mundo en el que se pierde la voz y el lenguaje para mostrar, de un modo sutil y muy sugerente, lo importante que es la comunicación, por trivial que a veces la convirtamos.
“Cada charla de ascensor era un despilfarro de voz. ¿Cuántas frases verdaderas se pronunciaban en una vida?", leemos en un pasaje de la obra. "Quizá la humanidad había llegado todo lo lejos que podía para decirse algo. A veces intercambiaban una sola palabra en todo el día. El resto del tiempo paladeaban esa palabra, sus oportunidades infinitas, todo lo que se estaban contando en presencia y ausencia", escribe la autora en otra página. Es una obra, en fin fascinante, de la que es imposible no tomar nota, de la que uno sale distinto a cómo entró en ella. Una última reflexión: “Llevo muchos años trabajando con ecoral y creo que la mayor parte del tiempo charlaban nada más que para tapar el silencio y evitar sentirse solos. Pero la voz también servía para decir cosas maravillosas, los secretos y los descubrimientos más originales”. Cosas maravillosas como Umbra, esta excelsa carta de presentación como novelista de Silvia Terrón.
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