Las películas con protagonistas no heterosexuales siguen siendo tan poco frecuentes que casi todas se convierten en un hito. En un muy corto espacio de tiempo, Moonlight se convirtió en la primera cinta con un protagonista gay en ganar el Oscar a la mejor película, Love, Simon fue el primer filme de un gran estudio estadounidense que se acerca a la comedia romántica adolescente desde la perspectiva de un chico gay y la deliciosa Carmen y Lola es la primera película con dos mujeres gitanas que se aman como protagonistas.
Lo que comparten estas cintas, salvando las lógicas distancias entre ellas, es que son buenas películas. La última de ellas, ópera prima de Arantxa Echevarria, es muy buena, casi diríamos que un prodigio. El extraordinario pulso narrativo del filme y su capacidad de resultar creíble en cada plano, transpirando verdad y esquivando todos los riesgos que plantea una historia así, son poco frecuentes en el cine, no digamos ya para una directora novel. Es, sin duda, una de las películas del año. Y es mucho más que eso. Un filme tierno y sensible, pero también duro, sobre el amor a contracorriente, el que no puede ser nombrado, el que no contemplan las rigideces de las tradiciones, pero que arde y quema igual que todos los demás, porque es sólo amor. Nada más. Nada menos.
Lo más triste de la pequeña polémica que ha despertado la cinta por parte de la comunidad gitana que se ha sentido ofendida, es precisamente que no haya sido una gran polémica, de esas que llenan las salas, porque a veces el escándalo, o lo que se presenta como tal, es el mejor reclamo comercial. Esta película, claro, está muy por encima de las polémicas que pueda despertar en mentes estrechas o en personas a las que les sienta mal que los cineastas tengan esa irritante manía de contar la historias que quieren y no las que les imponen otros. Es una cinta que merece ser vista, una pequeña joya que no chirría en ningún momento, a pesar de jugar fuerte, fortísimo. Todo en pantalla es creíble y muy reconocible. El costumbrismo del filme no puede ser más preciso, más impecable. Y la relación entre las dos protagonistas también está construida con mucha verdad. Esos titubeos del comienzo, la homofobia interiorizada, el miedo a conocerse y a vivir de verdad acorde a los propios sentimientos.
Transmite el filme una naturalidad arrolladora en la aproximación exquisita y sensible a la pasión desbordada, esa que se abre paso entre convenciones y miradas ceñudas, entre incomprensiones y desprecios. Carmen y Lola son el centro de la película, claro. Carmen, Lola y sus circunstancias. Ambas se enfrentan a una triple discriminación: sufren racismo entre los payos por ser gitanos, machismo por ser mujeres y odio abierto por lo inconcebible de amar a otra mujer. Ambas son rebeldes, libérrimas, dentro de su opresora realidad. Carmen está a punto de casarse para cumplir así su misión en la vida: tener marido y darle hijos. Si acaso, con suerte y si el marido le da permiso, ser peluquera. Lola, más joven, quiere ser maestra. Se sabe diferente y vive envuelta en dudas no sobre lo que siente, sino sobre cómo articularlo. Dudas y miedo. Ambas se debaten entre vivir de verdad y cumplir con lo que se espera de ellas en una comunidad machista, que tiene reservados para las mujeres roles secundarios.
Zaira Morales y Rosy Rodríguez deslumbran en sus interpretaciones, igual que lo hacen los intérpretes secundarios del filme, especialmente Carolina Yuste, quien da vida a Paqui, aliada de Lola contra el mundo hostil que le quiere hacer creer que lo que siente y lo que ama es un pecado. "Odio ser mujer", escuchamos en un momento del filme. Ese espíritu de rebeldía, y sobre todo la pasión y el amor entre ellas, mueve a Carmen y Lola y les da fuerzas contra todo y contra todos. Carmen y Lola, en fin, es una película con mucha verdad y sensibilidad, realista y poética a la vez, dura e inspiradora. Puro cine. Un filme de los que dejan huella.
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