Taxis con puertas al campo

Decía el otro día un portavoz de los taxistas en una entrevista que plataformas como Uber o Cabify buscan en realidad tener un monopolio. Tiene gracia, teniendo en cuenta que la huelga que ha bloqueado las principales ciudades españolas persigue, fundamentalmente, blindar el monopolio del que vienen disfrutando durante décadas los propios taxistas. Amenazar con que otros quieren hacer lo mismo que llevas tiempo haciendo tú resulta algo extraño. Naturalmente, todo el mundo tiene derecho a protestar como considere para defender su trabajo. Por supuesto, el derecho a la huelga es intocable. Y no hay pero que valga. Menos aceptable resulta la distorsión de la realidad de estos profesionales, que en teoría prestan un servicio público, pero se han lucrado de la especulación con la venta de licencias de taxis, hasta que la entrada de la competencia en este sector, como en todos los demás, ha empezado a pinchar esa burbuja. 


Vayamos por partes. Debe existir una regulación sobre los VTC, los vehículos de transporte con conductor. Por supuesto. Los taxistas exigen una ratio de una licencia por cada 30 licencias VTC, que es reducir la competencia a la mínima expresión. Hay discrepancias legales y jurídicas sobre esta ratio, así que es obvio que se debe aprobar una regulación satisfactoria para todas las partes, o al menos para los usuarios, que respete la competencia y no proteja monopolios. En el fondo de la protestas de los taxistas está la muy humana resistencia al cambio. Pero es un empeño estéril. Ningún sector se ha librado de la mayor competencia, algo que agradecen los usuarios, por cierto. Pretender blindarse a una realidad del pasado es intentar poner puertas al campo. 

Dentro de esa regulación, por supuesto, las autoridades deberán encargarse de que la llamada economía colaborativa no se traduzca, como tantas veces ocurre, en galopante precariedad laboral. Pero eso entra dentro de la lógica. Igual que los taxistas deben tributar por lo que ganan de verdad, por ejemplo, también deben hacer lo propio los conductores de Uber o Cabify. Se trata de que haya una ley que se cumpla. Poco debate puede haber sobre ese punto. Pero los taxistas están pidiendo algo diferente: eliminar toda competencia, o al menos reducirla a su mínima expresión. Y lo están haciendo, además, mediante la coacción y la violencia. Acepto que los energúmenos que están agrediendo a conductores de coches VTC o a sus clientes no sean representativos de todo el sector del taxi, sólo faltaría. Pero esos episodios de violencia están ocurriendo. Los conductores de Uber y Cabify avisan al cliente antes de empezar la carrera de los ataques que pueden sufrir, para que él decida si sigue o no adelante. Y eso no es tolerable en absoluto. 

Además, los taxistas llevan varios días bloqueando la Gran Vía de Barcelona y, desde ayer, también el Paseo de la Castellana de Madrid. Algo que tampoco es aceptable. No sólo están en huelga y no ofrecen sus servicios, es que tampoco permiten a Uber y Cabify prestar una alternativa con normalidad a los clientes, ni siquiera a los conductores a acudir a su puesto de trabajo en coche. Los taxistas no tienen ningún derecho a bloquear las principales vías de grandes ciudades. Y mucho menos tienen derecho a negociar con la amenaza expresa de generar alarma social. Son tácticas mafiosas absolutamente impresentables. 

Lo que no han hecho los taxis, salvo contadas excepciones, es intentar mejorar su servicio o preguntarse por qué tantos usuarios han abrazado estas nuevas alternativas de transporte. Es mucho más fácil empecinarse y reclamar mantener un status quo del siglo pasado que hacer autocrítica e intentar mejorar para retener a los clientes. Si éstos no tienen alternativa, no les quedará más remedio que seguir cogiendo taxis, claro. Todo arreglado. No discuto que los taxistas tengan razones en sus protestas, pero lo que subyace de esta huelga, en demasiados casos, además, violenta e intimidatoria, es un empeño por preservar un monopolio. 

No deberían las autoridades ceder al chantaje, entre otras cosas porque los taxistas son trabajadores (trabajadores con licencias que llegaron a estar valoradas en más de 200.000 euros y que han especulado con ellas con frecuencia), pero los conductores de Uber y Cabify, también. Si el taxi es de verdad un servicio público, ¿qué sentido tiene que las licencias pertenezcan en propiedad a los taxistas, que luego las venden con cuantiosos beneficios? ¿No deberían volver al Ayuntamiento de turno? Durante los años sin competencia, en los que el precio de las licencias subía como la espuma, nadie se quejó dentro del sector del taxi. Pero ahora que llega la maldita competencia, vaya por dios, todo son protestas reivindicando ese servicio público muy peculiar, con el que se han lucrado durante años. Y si es un servicio público se les debería exigir unos servicios mínimos, no los que ellos, de forma cínica, establecen, diciendo que llevan a niños y personas enfermas, no. Unos servicios mínimos de verdad, incompatibles con cortar la Castellana, naturalmente. 

Los taxistas se están equivocando por querer poner puertas al campo y, sobre todo, por la forma en la que están llevando a cabo su protesta. Parece claro que están perdiendo la batalla de la opinión pública, y es lógico que así sea. Muchos usuarios de taxi se pensarán volver a coger uno. Llama mucho la atención ver a partidos de izquierdas defendiendo a un teórico servicio público que de facto ha sido privatizado y con el que se ha especulado durante años. Y mientras, siguen bloqueadas la Gran Vía barcelonesa y la Castellana en Madrid. Se suele decir que la violencia quita la razón a quien la practica. Qué decir cuando ni siquiera tiene razón. 

Comentarios