Racismo institucional

Cada vez que oigo que en España no hay racismo me pregunto de qué país exactamente habla esa gente. Si ellos no viven en el mismo país en el que yo leo o escucho a diario con arcadas comentarios xenófobos en cualquier noticia sobre inmigración, o en el que veo a un periódico católico agitar el odio al diferente desde sus portadas. Por supuesto que hay racismo en España. Es cierto que aquí no hemos encumbrado con nuestros votos a ignorantes racistas como Donald Trump, Viktor Orban o Matteo Salvini. Digamos que no somos ejemplo de nada y que vivimos rodeados de personas que se creen con más derechos que otros seres humanos sólo por el azar de haber nacido aquí y no en otro país, pero al menos no existe un racismo institucional tan sangrante y repugnante como el que vemos estos días en Estados Unidos, Hungría o Italia. Si lo que quieren decir esas personas que niegan la existencia del racismo en España es que aquí no hay gente contraria a que salven vidas en el mar o a que se trate con dignidad a seres humanos de distinto color de piel, sin duda, creo que están equivocadas. Pero si lo que afirman es que aquí al menos no hay gobernantes abiertamente racistas, tienen razón. Es un cierto alivio, muy menor, teniendo en cuenta que vivimos en un mundo en el que el odio al diferente gana elecciones cada vez en más países. 


Es descorazonador que nadie en la Unión Europea, y cuando digo nadie es ninguna autoridad, haya reprochado al nuevo gobierno italiano su actitud racista e inhumana. Como lo es ver a los reyes de España resaltar su buena sintonía con Trump, un ser odioso capaz de separar a niños de sus padres. O que Hungría siga en la Unión Europea a pesar de su deriva autoritaria y de sus políticas xenófobas. Pero lo más triste de verdad es que todos esos personajes, toda esa chusma racista que gobierna países, han sido votados por los ciudadanos. Y es algo que, quizá por comodidad, obviamos con demasiada frecuencia. Los energúmenos que hoy gobiernan Italia han sido puestos ahí con millones de votos de ciudadanos que han jaleado sus discursos racistas, en vez de castigarlos. Si Trump puede hoy tratar de forma inhumana a las personas que cruzan la frontera de EEUU en busca de una vida mejor es porque millones de estadounidenses le apoyaron en las urnas, incluidos muchos que decían que lo mismo daba este patán racista y machista que Hillary Clinton. 

Los racistas que hoy gobiernan tantos países con medidas inspiradas en el fascismo han sido votados por los ciudadanos. Así que toca hacer autocrítica y preguntarse por qué tantas personas han abrazado discursos del odio. Un voto a un personaje que propone hacer un censo de los gitanos que viven en Italia y que cierra sus puertos a seres humanos rescatados en el mar no es inocente. El apoyo electoral a esta gentuza tiene un precio altísimo. Y es algo que no deberíamos olvidar. Es mucho más sencillo presentar a Trump o a Orban como los perfectos villanos de una historia, como tipos malvados que actúan por su cuenta contra personas vulnerables. Pero resulta que pueden actuar así porque han recibido votos de ciudadanos que han avalado su racismo. 

No sé si todos los votantes de Trump son racistas. Quiero pensar que no. Pero sí conviene reflexionar sobre por qué tantas personas han votado a un tipo que no ve dilema moral alguno en separar a los niños de sus padres cuando cruzan la frontera o que dice que los inmigrantes "infectan" su país. Por qué personas corrientes han apoyado discursos del odio que tanto recuerdan a las más negras pesadillas de nuestra historia. Hay que preguntarse por qué Italia, país que padeció el fascismo, ha encumbrado en las últimas elecciones a una formación como la Lega, que hace del racismo su bandera. Estos líderes neofascistas son repugnantes y odiosos, sí. Pero lamentablemente millones de personas han decidido con sus votos que puedan estar ahí, dirigir el país desde su mirada xenófoba. Es insoportable. 

No hay soluciones fáciles a este drama de la extensión del racismo institucional por tantos países occidentales. No hay recetas mágicas. La dignidad exige dar un trato humanitario a los refugiados y ser empáticos y comprensivos con las tragedias de tantas personas que huyen de la guerra y la miseria. No hay otra opción humana. La Historia nos está mirando y en el futuro se nos juzgará como la sociedad que permitió campar a sus anchas a energúmenos como Trump, Orban o Salvini o como la sociedad que les paró los pies y supo responder con humanidad a la mayor emergencia humanitaria desde la II Guerra Mundial. La decencia, lamentablemente, va perdiendo esta batalla frente al racismo, una batalla en la que nos lo jugamos todo. 

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